Vi a esa madre retorciéndose de dolor mientras cenaba. ¿Dónde está mi bebé? ¡Ayudadme¡ Gritaba como si el diablo se estuviera ahogando en sus venas. Pero era su hijo Joseph, nacido en Guinea Conakry, quien se ahogaba en aquella tumba azul que alberga ya a 35.000 almas que un día creyeron en la tierra prometida. Yo cenaba mientras Caronte trabajaba a destajo.
El día había transcurrido en medio de un vértigo inmóvil, entre cifras y estadísticas. Todo viciado por la nueva lingüística de la pandemia. La gente, desorientada, iba a lo suyo. Con la cabeza gacha, como subyugada por una yunta de bueyes. Se escuchaba el silencio deambulando por muchos escaparates tristes. La ciudad sonaba como río de melancolía. Contagios y muertos desindividualizados se contaban con una pereza sobrenatural. Y en medio la vida. Extraña como la ruina de una sonrisa. Una manifestación de hosteleros pedía más bares y menos políticos. Que era como decir que la política es una puta mierda gestionada por trileros para el desguace. Algo que Vox vocea a diario.
Pero aquella mujer seguía gritando enloquecida por la perdida de un bebé de seis meses en ese infierno líquido donde Europa calla y se llama andana. Aquella mujer encaraba una noche eterna a bordo del Open Arms junto a 257 personas rescatadas a la deriva. Así las cosas yo no podía redimirme con nada. Ni siquiera con la mejoría de esos datos que muchos esperan para volver a enloquecer con la vieja normalidad. Ni siquiera conformarme con ese equilibrio inestable de los últimos días. Me venía una y otra vez esa madre que huyendo de un virus llamado pobreza endémica había pagado un altísimo peaje. Porque ninguna odisea puede semejarse al retorno del cuerpo amado. Un cuerpo de seis meses. Cené y volví a oír a aquella madre entonar la melodía oculta del dolor. Entonces me dormí.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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