A veces creo que el alcalde Maya padece ventosidad en la voz. Un punto de decir las cosas cual oráculo sociológico de la ciudad entera y verdadera. Como analizando el todo por la parte o la parte por el todo. Según convenga. El otro día un ciudadano llamó al 010 y dijo que estaba hasta el moño de los carteles que hay en las entradas de la ciudad, esos que dicen: “Pamplona es una ciudad libre de agresiones sexistas”. Esto le vino bien al alcalde para decir: ”efectivamente son carteles que, por obvios, no tienen sentido y lo oportuno sería retirarlos". Siguiendo esta lógica, por la obviedad consumista, se podrían retirar todas las vallas publicitarias que se anuncian en una Pamplona sobrada de centros comerciales. Pero hay más, al alcalde no le gusta esa: “imagen que se tiene de Pamplona que cuando se llega es que se hable de agresiones sexistas". Según Maya: “hay muchos ciudadanos que no lo comparten" y "está superado para el ciudadano medio de Pamplona el tener que colocar unos carteles en los cuales se diga que Pamplona es una ciudad libre de agresiones sexistas”. ¡Que manía tiene este hombre con el ciudadano medio! Como si el resto tuviéramos patologías.
Alcalde, ya sé que has querido usar un argumento racional. Pero te ha salido un exabrupto emocional. No sé si creerte que: “de momento no se va a quitar ningún cartel” si ya se ha dicho que por obvios, no tienen sentido y lo oportuno sería retirarlos. A ver Enrique, tu sabes que los acontecimientos que están por llegar proyectan su sombra antes. Pamplona está libre de muchas cosas, pero la violencia machista está enquistada en el corazón del patriarcado. Aquí y en Tombuctú. Quien llega a Iruña y ve ese cartel no visualiza una obviedad, sino la firme decisión de luchar contra la violencia sexista. Porque en este drama no valen las medias tintas ni sobran mensajes.
Noticias de Navarra 12 de octubre de 2020
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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