TTu lo ves entrar en la sala de proyección, retorcido, embozado en esa mascarilla que se le antoja el disfraz perfecto en estos tiempos de trágico carnaval, y sabes que este tipo es capaz de desplegar una franqueza que llega a ser indecente. Lo notas desde el principio de “El Drogas”. Sabes que este tipo resentido con el “glam” te ofrecerá un numero de trapecistas ahí arriba sin red ahí abajo. Y así empieza a conquistarte. Con esos primeros compases e imágenes de una música vertiginosa en la que él encontraba todo aquello por lo que valía la pena luchar y vencer. Una música más memorable que memorizable.
Lo que ocurre mientras avanza “El Drogas” es que uno mira hacia atrás con vértigo y hacia delante con curiosidad. Lo estuve observando durante la proyección, lo tenía a unas tres filas por delante, y me preguntaba que estaría ocurriendo en esa cabeza mientras observaba su propia vida. Y me dije que tal vez su vida era un sismo que no dejaba de replicarle. Lo noté justo en el momento en que él dice: “durante ese tiempo nos sentíamos imbatibles”. Y esa es la clave de “El Drogas”. Un tiempo imbatible que desafió la teoría de la gravedad donde unos tipos levantaron una barricada contra un océano donde no nadaban las sirenas sino que flotaban todas las alarmas. Y “Barricada” tenía una fe idiota basada en la convicción de que nunca era demasiado tarde para nada. Porque “El Drogas" te susurra algo brutal. Que toda la inmortalidad que puedas desear está aquí presente.
Acabó la proyección y noté algo que hacía tiempo no sentía. Aquel tipo, ya entrado en años, se había pasado la línea de meta. Pero aún seguía corriendo en busca de un pararrayos contra la melancolía. Entonces me acordé de Mayor Tom, un personaje ficticio creado por David Bowie para su álbum “Space Oddity” . Observaba a Enrique Villarreal y me parecía que era como ese astronauta de Bowie que inicia su errático viaje al espacio. Como si quisiera acceder a la soledad definitiva, al desorbitado aislamiento. Para anunciarnos que todavía podemos ser imbatibles. Porque como dijo Neil Young en "Hey My My" "entonces mejor arder que desvanecerse"
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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