Fotografia: Jonas Bendiksen /Magnum Photos/ |
A las 7,30 el frío hace que las palabras
se te enganchen entre los dientes, pero él ya está ahí. Dándome los buenos días
con estos versos de Bishop: “perdí dos ciudades entrañables y un inmenso reino
que era mío, dos ríos y un continente /los extraño, pero no ha sido un desastre.”
Quizás ha
dormido poco. Pero está ahí, como cada mañana. Para pedirnos cuentas por
nuestra fortuna. En esa esquina que confluye entre las calles san Antón y San
Miguel. Por eso él, un negro llegado de Gambia hace un año, se sienta ahí.
Esperando que entre caridad y piedad logre sacar el día.
Cada vez que
paso por delante de él siento la tentación de echarle unas monedas. Pero no lo
hago. Y me cargo de remordimiento para el resto de semana. Trato de redimirme
pensando que lo importante no es la acción caritativa en sí, sino la relación
entre las partes implicadas, ese africano y yo. Y me doy cuenta que ese gesto
de caridad, el de ofrecerle un euro, es apuntalar una relación desigual y no
recíproca. Porque él no puede corresponderme. Entonces recuerdo ese proverbio que dice que
no debes morder la mano que te da de comer, pero quizás sí deberías hacerlo si
te impide que te alimentes tú mismo. Aún así, sigo carcomiéndome por dentro. Veo
que una señora le ha dado dos euros. No condenaré ese acto de solidaridad que
interpreto como una forma de superego. Pero creo que ello genera un vasallaje
producto de su generosidad. Y esa acción caritativa condena a la indignidad de
quien la recibe. Porque aprobar ese acto limosnero exime de responsabilidad a este
sistema desigual que precisa de esta
nueva caridad medieval.
A las tres de
la tarde, él sigue ahí. Con una sonrisa
inagotable en el espacio de una lágrima.
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