No
vi morir a mi padre. No llegué al hospital por una hora. Una hora de su tiempo
ya muerto. Caronte se había cansado de
esperar a un hombre que los últimos diez meses de su vida fueron una agonía sin
desenlace. Había sufrido varios ictus que lo inmovilizaron por completo, que lo
dejaron sin habla, y lo peor, mi padre no podía comer y además padecía ageusia,
una enfermedad que le impedía saber a qué sabían los alimentos. No notaba nada,
excepto cuando soñaba. Muchas veces me miraba desde el fondo del abismo en que
se había convertido su vida, como solicitándome un salvavidas, pero ya estaba
ahogado. Muchas veces nadé con él en ese infierno y muchas más pensé en
ayudarle a morir porque, como dice Menéndez Salmón, no merece la pena vivir por
lo que no se está dispuesto a morir. Incluso ideé un plan para convencer al
médico que le atendía para que, traspasar el espejo fuera un acto heroico, limpio
y feliz. No pude y lo peor, él tuvo que esperar a que el cuerpo lo arrastrara
hasta esa cavidad blanca llamada silencio. Muchas veces pienso en cómo sufrió
esos días finales. Desenganchado ya de cualquier asidero, incluso de su fe, nunca
sabré qué martirios fue capaz de soportar.
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