Entras por curiosidad en la Iglesia de san Cernin, en el
corazón de la Pamplona toda la vida y te encuentras esto. Y te da un vuelco, no
ya el corazón, sino la razón. Y te preguntas cómo es posible que esto se
mantenga a no ser que el párroco sea un chatarrero de almas o un chamarillero
del espriritu. Y te vas a la EC Wiki, la enciclopedia católica online, y te
dice que los Infieles (Latin in, privativo, y fidelis), son
“todos los que so ignorantes del verdadero Dios, como los paganos de varias clases. Y también a aquellos
que lo adoran, pero no
reconocen a Jesucristo, como los judíos, musulmanes, estrictamente
hablando.” Y sales de allí y te encuentras con decenas de musulmanes comprando
en la calle Mayor y en Jarauta y en la Calle Campana y no sabes si reír o
llorar. Pero prefieres leer a Cioran cuando dice ¿No será Dios mi propio estado
de la nada?
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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