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Hagan juego


Foto: Henri Cartier Bresson (Magnum Photos) 


El otro día entré en una sala de juegos. En el barrio de San Jorge. Al lado de un instituto. Para saber qué se siente. Cuando entré me vino a la memoria una sala a la que iba cuando yo era un crio. Estaba en un sótano situado entre la Iglesia San Ignacio y la tienda del Salón de Visillo. Se bajaban unas escaleras y allí estaban los flippers  y a la derecha los billares. No nos jugábamos nada, solo una adolescencia  enloquecida. Pero en  esa sala de juegos que entré, sentí  que allí  lo perdías casi todo.
Varios colectivos vecinales  se están movilizando contra esta nueva dominación. Desde la Txantrea y Huarte, pasando por San Jorge, Buztintxuri o Mendebaldea. Parece que el Gobierno de Navarra ha sido sensible ante la furia de las timbas y recientemente ha dictado una moratoria de seis meses que impedirá que se abran nuevos locales.

Pareciera que esto es  algo banal, inocuo. Pero no. Esto es  un eslabón más de la  nueva cadena de dominación. Un salón de juegos es el pulmón libidinal indispensable para enfrentar la tensión de las microderrotas cotidianas de nuestra vida precaria. Una casa de apuestas proporciona las coordenadas  que transforman el bingo en una morada amistosa que nos libera frente a la ausencia de brújulas de sentido, necesarias en otros ámbitos de nuestra vida. Si las salas de juego funcionan es porque son espacios terapéuticos frente a la adversidad, fármacos que reparan ánimos  y que nos hacen más llevadera  la perra vida perra  que llevamos, sobre todo los jóvenes precarizados y excluidos. Y es que las salas de juego se construyen como dispositivos de control más allá de la perversidad de la apuesta a cambio de nada. Porque desde 2014, la ciudadanía navarra ha perdido en estos antros 13 millones de euros. Pero estas salas, además de robarnos la inocencia, reafirman su poder de apaciguamiento de nuestros ardores. Para que las heridas, personales y sociales sigan abiertas. Mientras yo apostaba en esa sala de juegos de San Jorge pregunté a un chaval que tenía al lado por qué jugaba. Me dijo que apostaba “no para ganar, sino para comprobar  que en algún momento la suerte vendrá”. Entonces pensé que los milagros seguían siendo toda una experiencia.     

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