A eso
de las 7,30, cuando la luz aún no se ha colado por la rendija de la realidad,
observo el proceder de un hombre vestido de faena. Lleva pantalón y chaqueta
reflectantes. En ella leo el logotipo de una empresa buitre. Está claro que es
un obrero. Y le supongo precarizado. El hombre está encorvado y lleva un
carrito parecido al del supermercado. En una mano lleva un escobón y en la otra
un recogedor. Su andar es parsimonioso. Pareciera afectado por alguna cojera y
eso me provoca la primera emoción del día. Escucha en una pequeña radio las primeras
demencias del día. Lo miro a escondidas para ver cómo ejecuta su trabajo. Observo
que en el bolsillo trasero de su pantalón lleva el libro de Thomas Piketty: Capital e ideología. Quizás lo haya encontrado
entre las basuras del día, pues recoge hojas caídas, cartones, litronas, vasos
de plástico y una paloma muerta. Lo hace despacio, a conciencia, como un
artesano reñido con la fugacidad. Una y otra vez se agacha y deposita las basuras
en ese carrito que se va llenando. Luego, buscando esa perfección de los poetas,
recoge los restos más pequeños y se marcha a otra calle canturreando una vieja
canción de amor. Le sigo. Mientras continúa su trabajo, advierto que se le cae seguir leyendo
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
Comentarios
Publicar un comentario