¿Quién
puede negarle un favor a un muerto? Me hice esa pregunta mientras caminaba la semana pasada por el cementerio de
Pamplona. La tarde era cálida y transcurría bajo un cielo incendiado. Estaba
cercano el uno de noviembre y los muertos esperaban, como cada año, a seguir
muriendo. Entré por la Puerta del Río y observé que algunas familias gitanas,
de luto inmaculado, cerraban los ojos de sus muertos, porque dicen que si no,
el cadáver permanecerá en un estado de semivigilia y nunca morirán el todo. Y rociaban sus tumbas con rosas, claveles y camelias; como si quisieran conquistar la
eternidad. Cerca de ellas, en la calle de San Marcos, algunas mujeres llevaban
gravada en el rostro la hipoteca del dolor y la soledad. Y sobre la tumba de
sus seres queridos depositaban lágrimas de santidad. Por la mirada que alguna
de ellas me dirigió, sospeché que quizás, aquellas viudas no le temían al breve
instante de la muerte, sino al largo acontecer de la vida. Mientras realizaba
aquella excursión por la muerte que es la vida, como dijera Benedetti, me
encontré, cerca del mausoleo de Sarasate con una joven de una belleza
turbadora. Estaba sola e interpretaba al violín la 3ª Sinfonía de Górecki,
quizás la sinfonía más triste jamás compuesta. De pronto, ante aquellas notas
redentoras, me pareció escuchar una orquesta. Su eco retumbó en todo el cementerio. Era “Aires
gitanos” de Pablo Sarasate. La chica del violín me dijo, “la música es el
reflejo de las almas ulceradas por la dicha”. Y se fue tan triste como era su
música. Yo continué buscando lo que quería encontrar. Sabía el camino de sobra
porque lo he hecho muchas veces. Mientras llegaba recordé la frase: “Memento
mori”, o “recuerda que morirás”, expresión que usaban los generales romanos en los desfiles
victoriosos. Estos se hacían acompañar de un esclavo que les repetía una y otra
vez «memento mori». Eso les recordaría que el triunfo es tan efímero como la
derrota. Entonces llegué a la tumba de mis padres. Y lloré.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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