Esta foto está hecha en la zona cero de la pobreza de Pamplona. En la confluencia de las calles Eslava y Jarauta, donde vivir es más duro que fracasar a la hora de matarse. Una zona desconocida y olvidada de manera intencionada por el poder, sea de derechas o de izquierdas. Donde, si te paras un poco y observas a tu alrededor, todo parece surgir única y exclusivamente del tragaluz de ese agujero negro y sin fondo que devora todo su resplandor, como dice Fresán. La pobreza y el desamparo de esta zona se anuncian aquí, en cada pasquín atrapado por esa verja impuesta por la ley Mordaza, esa que bloquea toda escapada, como si el mundo estuviera en llamas y en estas calles solo se pudiera ir al epicentro del fuego.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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