A veces me pregunto si las ciudades
tienen alma. Cada vez que paso por aquí, por esta droguería antropológica de Pamplona, siento
el aliento de ese alma soplando en el cogote. Tenía 14 años y yo trabajaba en lo que hoy
es el Palacio del Condestable y que un día fue “Tejidos Gorriz”. Yo trabajaba
de “maca”. Para los milenials, un recadista. Mi jefe se llamaba Luis Gorriz y
me mandaba, a principios de cada mes, a cobrar recibos por varios locales alquilados de su propiedad.
Entre ellos esta droguería. Allí conocí a unos de los personajes más
emblemáticos de la fotografía navarra. Nicolás Ardanaz, un hombre que vivía en blanco
y negro. Un tipo extraño, inmenso como su voz, pero que a mi me impresionaba por la fuerza de
sus argumentos tras el mostrador de esta droguería que aún perdura, como
queriendo frenar la velocidad de las cosas. A veces paso por aquí de noche,
entonces siento que el pasado sopla con más fuerza.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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