Foto: Sebastiao Salgado Dicen que en los fondos de este mar, a la altura del canal de Sicilia y entre las costas de Malta y Túnez, los escualos que cada día surcan estas profundidades se dan un festín con los restos que aún flotan con los ojos abiertos. Y dicen también que algunos barcos pesqueros, al recoger sus redes, mezclados entre atunes, sardinas y camarones, encuentran trozos de vida y sueños infantiles. Entonces a algunos pescadores les recorre un relámpago cósmico de remordimiento y lloran seguir leyendo |
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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