Pareciera que ETA no hubiera muerto. O si
ha muerto hay que resucitarla. Como sea.
No lo digo yo. Lo dicen todos esos que comen caliente del pecado que condenan.
Lo dicen todos esos funcionarios ideológicos del infierno y la infamia, del
trafico de sangre, el dolor y las toneladas de memoria intoxicada. Del
mercadeo infame de las palabras dichas y esculpidas sobre cera ardiendo.
Para muchos políticos de saldo,
periodistas de pesebre y analistas del paroxismo indecente que vomitan océanos
de hiel, ETA representa la melancolía de un sujeto al que se mantiene fidelidad
negándose a renunciar al vinculo con ella establecido. Y decir ETA es decir
Bildu. Un producto del capital ideológico a explotar hasta la extenuación. A
costa incluso de banalizar la historia y la memoria.
Porque no es cierto, nunca lo fue aquello
de que sin armas se pudiera hablar de
todo. Decir que Bildu no debe ser normalizado como un partido más sin que se atrofie el musculo de la vergüenza, como vomitaba el pasado jueves 27 de junio el editorialista de EL MUNDO, es algo así como
recordarle a este plumilla que quizás
tampoco el PP puede ser un partido normal hasta que, por ejemplo, Martin Villa, ponga sus sucias manos a remojo
sobre la memoria de aquel 3 de marzo de
1976 en Vitoria-Gasteiz. Por ejemplo.
En fin, hemos llegado a tal estado de
degradación democrática que toda franqueza puede ser considerado un gesto
indecente.
De esta España es de la mucha gente se quiere ir.
Porque quedarse es contagiarse de la tristeza de las hienas.
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