Pudo ocurrir en Auschwitz, pero sucedió en Larraga. Pudiera haberse llamado
Amira, Batia o Janina, pero se llamaba Maravillas. Y pudieron secuestrarla y
violarla las Waffen-SS pero lo hicieron una cuadrilla de fascistas analfabetos
cargados de vino peleón. Como si hubieran aprendido a matar en la Escuadra Negra falangista de Tudela. Su
asesinato bastardo congeló la sangre de los diablos y hasta la tristeza de las
hienas. Aquel martirio pudo ser redimido con la venganza del ojo por ojo o con un
juicio como el de Núremberg. Pero ni una cosa ni otra. Porque aquí, aquel
matadero que se levantó en 1936 con los cuerpos de 300.000 asesinados solo ha sido juzgado por los profetas del
silencio y los discípulos del olvido seguir leyendo en Diario de Noticias
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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