En aquel país en bancarrota, su presidente, un yonki de la posverdad, había convertido la mentira en un acto honorable y la estafa
en una actitud subvencionada. Pese a ello, aquel país era feliz. Los jubilados
morían en invierno al calor de estufas
congeladas, muchas camareras a precario celebraban a diario su despido, algunos banqueros cerraban tratos con atracadores y la
policía, los jueces y hasta la abogacía del Estado ya no se regían por la
Constitución sino por los guiones de las
series de TV más populares. Aquel país era feliz así, con sus parados varados
en un consumo apocalíptico, sus millones de turistas alimentando una economía
falaz y depredadora y sus miles de jóvenes desempleados huyendo a otras tierras
prometidas. Aquel país, donde unos tenían desgracias y otros obsesiones, era
feliz así. Sonriendo a la adversidad santificada como un mal necesario. Por
poner un ejemplo tonto; en 2017 hubo 45.495 desalojos forzados de viviendas donde
vivían 40.000 niños o adolescentes. Aquello sonaba mal, sí, pero la gente era
feliz mirando para otro lado. Aunque casi cinco millones de trabajadores no
hubieran tenido subida salarial en los últimos diez años y otros dos millones
de desempleados no cobraran ninguna prestación del paro. Pero era igual,
seguirían apoyando a ese presidente venal que
siempre tenía a mano un chivo
expiatorio: "la única sombra que se cierne sobre la economía española es
la inestabilidad catalana”. Porque allí la gente había olvidado que vivir es
indignarse y era feliz mientras los telediarios
solo hablaran de gilipolleces propias de una reunión de vecinos malencarados.
Porque en aquel país, del que muchos querían huir, la gente sabía
que la realidad no se ajustaba siempre a un orden alfabético. En estas,
llegaron las rebajas y la gente se atrincheró en las barricadas del consumo.
Había que hacer frente a tanta bobada.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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