Nada me une a España. Salvo el azar, los imperativos legales y una vida de vaivenes desde hace 60 años. Me dirán que eso es mucho. Y sí. Es mucho como para desespañolizarse por decreto. Si me preguntan si me siento una cosa u otra, les diré que no sé. Nunca ocupé plaza fija en lugar alguno. Y me dirán que todo dios tiene una identidad. Y sí, algunas veces me siento ciudadano, otras súbdito retenido y otras un privilegiado. Y muchas más encabronado contra ese proyecto de la España filoborbónica y corrupta secuestrada por un gobierno de trileros. Gente que habla de democracia, responsabilidad y decencia moral mientras mercadea con Lucifer. Gente que apesta a trampa. Gente que come caliente desde los Austrias. Y entonces entiendo a la ciudadanía catalana. Y sus deseos de largarse de esta ciénaga. Yo también creo que fuera se debe estar mejor. Eso es muy terapéutico. Pero tampoco a cualquier precio.
El aznarismo utilizó a ETA como un ansiolítico para gobernar de prestado. Y
usó a sus muertos. Y de ello hizo negocio. Acabada ETA, Rajoy necesitaba de un
nuevo frente del que comer caliente cada día. Para salir inmune de tanta y
tanta mierda. Para cerrar la carnicería de una crisis sin precedentes. Y desde
2006, el feudalismo del PP miró para otro lado judicializando el deseo a
decidir del 80% de la ciudadanía catalana. Y les forzó a tensionar la historia
como nunca antes lo habían hecho. A este tiempo que apesta a sulfuro.
Nadie sabe que pasará el día 2 de octubre. Jamás
hubo tiempos tan inciertos. Pero se
intuye una sociedad catalana fracturada. Y claro que hay responsabilidades.
Unas más sangrantes que otras. Pero ese escenario post 1-O requiere gestión y cordura.
Al menos que esa división social ya ni nos importe. Porque como dice Claude
Lefort, el
totalitarismo es la respuesta ante el
terror a la incertidumbre y la fragmentación social.
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