¿Es que nadie lo ve? ¿Es que
aquí solo viven contentos los sumisos? O es que el contentismo
institucional ha acabado con toda mirada
critica. El proceso de degradación residencial del Casco Viejo pamplonés es escandaloso. Pese
a la propaganda oficial. Pese al intento
de banalizar, cuando no criminalizar,
las quejas de la vecindad más afectada. Pese a ignorar normas de
convivencia, ordenanzas y otras leyes. Pese a llenar el Casco Viejo de ferias,
fiestas, conmemoraciones, actos, kalejiras, jornadas, concentraciones,
conciertos, txosnas, eventos, pasacalles, días de la txistorra, del rosado, del
vermú o botellones disfrazados de participación comunitaria. Y así día sí día
también. Hasta reventar de pura fiesta. Como si no existiera el mañana.
El Casco
Viejo es un bar a cielo abierto. Un espacio de atomización invasiva sin límite
alguno. Un lugar donde vivir se ha puesto cuesta arriba. Y sí, mucha amabilización.
Pero el núcleo duro del Casco Viejo muere de éxito privado, ruido y okupación
hostelera, sector que ha usurpado a la ciudad pública un pico de metros
cuadrados de terrazas privadas.
El Casco Viejo
ha perdido un 13,14% de su población desde 2006. Y esto coincide con el
proceso de festivalización urbana que padecemos desde entonces. Nacen menos
niños y niñas. Un 24,4% menos desde
2006. Y los inmigrantes se van en busca de alojamientos más baratos. Desde el
2006 hay un 35% menos de población inmigrante. Y más, en 2016 el Casco Viejo
era el barrio con mayor índice de pisos en venta.
El problema del CV no es de entendimiento, ni es
complejo. Eso es un falso mito. Es un problema de gestión política y de
gobernanza del espacio público. Porque es un asunto político, no de
mediaciones. Porque en juego hay derechos ciudadanos e intereses económicos. No
abordarlo es admitir el comienzo de una gentrificación encubierta y silenciada.
O lo que es lo mismo, sancionar la muerte del viejo barrio a costa de tanto
éxito. De otros, claro.
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