Desde hace años dedico una columna a
los Sanfermines. Siempre quiero que sea la ultima. Porque es muy ingrato ser un
aguafiestas. Y porque en el ADN pamplonés está escrita la inmunidad del santo.
Y es que, de esta fiesta colaboracionista y despolitizada solo quedan los
restos del despiece y una memoria de saldo. Los Sanfermines son, hoy por hoy,
con la colaboración de todos: colectivos, peñas, ayuntamientos de derecha e
izquierda, instituciones, grupos de presión, hostelería, medios de comunicación
y otros agentes tangibles e intangibles, una fiesta capitalista de primer
orden. Y en ella no hay presunción de culpa alguna. Así que de una
fiesta sin igual hemos pasado a una marca sin igual. Y todos batiendo palmas.
Pero el precio es la precarización de miles trabajadores al servicio de la
fiesta, la exclusión de muchos ciudadanos de la misma y el exilio forzoso de miles de ellos. Además
de generar un terrorismo inmobiliario y una gentrificación homeopática del casco viejo sin compasión. Eso sin contar
la insostenibilidad ecológica ni la incómoda contradicción que genera la
intocable fiesta taurina. Por no hablar del “todo vale” del que hoy renegamos
pero del que todos hemos participado en nombre de la exaltación de la amistad,
el buenrrollismo y el guayismo sin compasión. Son las cosas
que el santo no ve. Y es que como alguien ha comentado, pareciera
que nadie se atreve a matar a la gallina de los huevos de oro. Porque los
Sanfermines son eso, cuestión de huevos y de oro. Porque este modelo festivo
sirve a muchos intereses, comerciales e ideológicos. Y porque sin el escenario
sanferminero, muchos perderían grados de influencia simbólica. Y otros muchos
su cuenta de resultados. Los Sanfermines no requieren otra gestión diferente,
sino abordar un modelo diferente de fiesta. Y dudo que queramos hacerlo. Así
las cosas uno se pregunta si Hemingway volvería a Casa Marceliano.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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