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¿A que se lo han preguntado
alguna vez? Y, seguro que se han encontrado con un enigma suspendido en la
nada. Tal vez porque hemos
interiorizado la inestable fluctuación de su destino. O porque todos los mecanismos racionales nos han
fallado para buscar una lógica a su supervivencia. Uno cree que ETA ha
sodomizado la razón. Que ya es jodido en estos tiempos de barbecho argumental. Porque más allá
de la tensión política, más allá de haber fagocitado todo intento de disidencia
sociopolítica, ha provocado un allanamiento
cotidiano de la existencia. Que es una sumisión más sublime. Pero hubo un
tiempo en que ETA estaba ubicada en otro imaginario, en otro espacio más ajeno a nuestras vidas. En otros
territorios a los que nunca concebimos viajar. Porque quedaban muy lejos. Formaba
parte, al igual que otras muchas representaciones sociales, de algo inaccesible,
extrínseco. Sabíamos que estaba porque cada día llamaba a la puerta. Pero había
una frontera. Entre su vida y la de los demás. O la muerte de los demás. Era
ella y su fe insondable. O su estrategia, o su incansable búsqueda de una cartografía soñada. La del país elegido. Y de aquello, de aquel
Destino Vasco en lo Universal, mucha gente participó. Como hoy. Para qué negar
la evidencia. Pero por aquel entonces,
ETA quedaba lejos y no salpicaba. Quizá, para muchos formaba parte de la
familia porque siempre tuvieron una nostalgia insatisfecha. Pero para la gran
mayoría del manoseado pueblo vasco, no. ETA no formaba parte de nuestras vidas
porque no discurrían por la misma vereda. A lo sumo, había un atajo espiritual
por el que acceder a aquella Comunión de los Santos cargada de redentorismo
territorial donde todavía muchos encuentran un remanso de paz interior. Pero
entonces no estaba cerca, aunque sabíamos que estaba la vuelta de la esquina. Y
es que ETA aún no nos había implicado globalmente en su esforzado
viaje, en su terrible itinerario. Eran
tiempos en que la política y sus grandes
construcciones se estaban cimentando. Quizá
en contra de muchos, de muchas utopías en barbecho, de muchas renuncias, de
muchas esperanzas y de mucha sangre. Pero la realidad se imponía. Eso sí, entre
urna y sometimiento. Y ETA, que todavía estaba asistida por su primera
generación, comenzaba a emerger del zulo para hacerse presente en el universo político y metapolítico. Y, poco a poco, a fuerza de
reventones, de popularizar el discurso duro de la existencia vasca, su verbo se
hizo carne. Y entonces todos nos implicamos. Quizás a la fuerza. Para decir si,
para decir no, o para mirar para otro lado. La gran mayoría para llamarse
andana. Porque quizá no había más remedio si querías salir inmune del combate. Pero
llegó un momento definitivo en que ETA se
instaló entre nosotros. Y fue cuando por boca de otros, ETA oficializó su
discurso, lo puso en circulación y caló. Porque ETA desprivatizó y desmonopolizó su producción
dramática, hasta entonces clandestina y ajena, para hacernos a todos partícipes y responsables de la misma. Porque
la colectivizó. Socializó el dolor y la furia, la venganza, la sangre y el
sinsentido, el dolor y la represión, las torturas y la cárcel, el si y el no,
el todo o nada por la patria. Todo se
amalgamó en torno a sus siglas de las que fueron colgando, sin quererlo o sin
reconocerlo abiertamente, otras. Nuestras
vidas se absolutizaron y todo fue ya un
conmigo o contra mí. Y todo pasó, al menos en este país, por tener que diseñar
estrategias sociales, familiares, políticas, culturales, económicas o personales
en función de su presencia. Porque era imposible no reconocer su exhalación
detrás del cogote. Y quienes vivimos aquí ya no supimos distinguir las fronteras
que delimitaban la locura de la normalidad. Porque hubo momentos en que ETA
justificó hasta lo innombrable. Y muchos le siguieron. Y ya nadie deseaba morir
porque no había sitio a causa de tanta muerte. Y también hubo gobiernos españoles que traicionaron la
máxima Ley que juraron por sus muertos. Y así, ETA volvió a sentir justificada
su presencia. Y, tal vez sin proponérselo, ya era parte de todos nosotros. Mientras
tanto, nuestras vidas públicas y
privadas se iban devaluando después de cada cotización de sus acciones. Y
entonces fuimos rehenes de su cuenta de resultados. Uno pensaba enloquecer, aunque
sabe que solo enloquecen los taciturnos y los charlatanes. Por eso, aquel tiempo
requerirá una restitución sin excepciones. Fue entonces cuando otros vieron su oportunidad de negocio. El
negocio de la sangre. La prensa, el
poder mediático, la derecha fascista, la gran banca, la Iglesia católica y
algunos partidos vieron en la producción de ETA el filón de su riqueza
argumental, ideológica y hasta económica. Y entonces ETA fue asimilada al
escenario como un fenómeno sociológico más. Peor aún. Como un elemento de
consumo más. Por un lado se renegaba de ella, pero por otro no se podía vivir sin su presencia. Sin
la plusvalía de su producción. Se había consumado su estancia. Porque el gran
capital la había santificado como elemento de consumo. Porque, aunque su
producción fuese irracional, para algunos era, y es muy rentable. Tal vez ETA
supo entonces que su lugar en el mundo se
reducía a un sueño incumplido. Mal asunto. Y tal vez sepa ahora que no puede seguir
tensando el arco de una historia interminable. Porque la flecha nunca llegará a
su destino. Quizá por eso, decidió frenar en seco. Y todos nos dispusimos
a creerle. Pero más que a creer en su final, quisimos liberarnos de su tutela
emocional y racional. Y es que había sacralizado otra dominación más
perversa: la personal. Y entonces confiamos en que esta vez no había vuelta atrás. Que ahora se abría un camino sin
retorno. Pero la hubo. Porque estalló la T4. Y se volvió a justificar. Como si
nada hubiera pasado. Como si los hechos deambularan perdidos por el limbo. Porque
al parecer nada ha cambiado: léase la última entrevista de ETA. Pero sí, algo ha cambiado. Y es la profunda creencia en
la inutilidad de tanta sangre, algo reconocido teóricamente desde hace tiempo,
pero definitivamente sancionado por la
racionalidad de la gente corriente. Aunque quede para dentro de treinta años la
restitución de tanto drama que aún no
nos conmociona. Y quizás en este punto
nos encontramos. ETA sigue siendo algo
más que un grupo armado por la historia, de fuertes vínculos, de arraigadas
fratrías y de neuronas bendecidas por la fe en una Tierra Prometida. Vale. Y
aún tiene sus fieles. Vale, allá ellos. Respetemos eso. De verdad. Pero el
conjunto de este pueblo camina en otra dirección. Yo no se si correcta o
equivocada. El día a día nos lo dirá. Lo que si sé es que está aprendiendo a
vivir sin la cotidianeidad de su presencia. Porque comienza a ser indiferente.
Y quien nos es indiferente, ya no existe en nuestras vidas.
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