En que las cosas estaban claras. O cuando menos en su sitio. Las cosas de la vida, la muerte, del amor y del día a día; las creencias, las utopías y hasta el lugar que uno ocupaba en el mundo. Todo estaba en su sitio. Sabíamos a qué atenernos. Usted sabía las reglas del juego. Uno militaba y amaba y sabía porqué y para qué. Uno tenía fe, el que la tenía, y le servía para interpretar los designios del pasado, del presente y hasta del futuro. Porque el destino no era un juego trucado y el presente sucedía al pasado. En definitiva, estábamos armados de un yo fuerte y sin fisuras. Y si éramos rehenes, sabíamos el precio del rescate.
Pero ese yo
fuerte y cartesiano se ha fragmentado en mil pedazos. Ya nadie sabe a qué atenerse. Su vida, la de
usted y la mía, es un itinerario a la
deriva que puede recalar en varios puertos, reconstruirse decenas de veces y
reinventarse en sucesivos yoes
edificados sobre los restos de no pocos naufragios amorosos o sobre los numerosos saldos vitales de nuestra existencia.
Y es que ya
no hay certezas, cómo si éstas
estuviesen reñidas con la verdad, esa verdad que parece prescindible en cada uno de nuestros actos y
opiniones. Esa verdad que la posmodernidad desterró de nuestras creencias y
prácticas vitales. Como si el engaño, la trampa o el artificio fueran los
referentes morales de nuestra época. Pregúnteselo a un tal Urdangarin. Por eso, frente a los deseos cumplidos de
nuestros abuelos, de su autocomplacencia sincera con su vida, hoy sucumbimos
ante los deseos de porvenir hipotecado.
Y frente a aquel yo fuerte, una mitad de nosotros mismos no se aguanta y la otra se desmorona en busca
de aliados con los que pactar la insoportable incertidumbre. Así que lean “El fin del homo sovieticus” de Sveltana Aleksiévich. Llorarán
sí, pero encontraran consuelo entre
tanto Apocalipsis.
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