Hay un casco viejo que usted no conoce.
No aparece en ninguna guía turística. Un barrio extraño al jolgorio, al
consumo, a la dinamización, a la euforia festiva de cada fin de semana. Incluso a los procesos participativos que nos reclama el nuevo
poder. Un barrio negro y también árabe,
gitano, latino y rumano. Un barrio
desconocido y maldecido por las
extorsiones de la nueva economía depredadora. Un barrio por donde circulan
biografías cuyo futuro está agotado. Donde malviven cientos, quizás miles de ciudadanos
exiliados de su propia dignidad. Un barrio
que explota sus miserias a precios de naufragio.
El
otro día me invitaron a ver dónde vivían.
Y pude comprobar como vivir era un verbo exagerado. Ella tenía unos ojos
negros que lloraban como las gargantas
del Todra. Era hija de un pastor bereber que cuidaba cabras en el Atlas
marroquí. Él de Mauritania y me miraba
como pidiendo perdón. Como diciendo, qué he hecho yo para sentir que mi vida es un imparable proceso de demolición. Vivían
en 5,25 metros cuadrados. Los medí aflojándome el cuello de la camisa para
respirar. En tiempo, aquel antro por el
que abonaban 220 euros, había sido una despensa. Pero ahora era un desierto
helador donde cocinaban té y un pan ácimo del que se sostenían a diario.
Me acordé entonces de los millones de refugiados. Algunos
quizás vivían mejor aunque el miedo y la
muerte le soplaran en el cogote. Y
maldije mi suerte al vivir en esta Ciudad de Acogida donde nuestros refugiados
son explotados por un submercado inmobiliario que abusa de su pobreza. Maldije
aquel tugurio en que aquella pareja renunciaba día a día a sus sueños. Y
comprendí en un instante negro y fugaz
que tal vez habían abusado de la
ilusión, algo que quizás se deba pagar con el sufrimiento y la muerte, pero
jamás con la renuncia.
Artículo publicado en Noticias de Navarra el 2 de enero de 2017
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