El casco viejo de nuestra ciudad, ese que ha visto el mundo por encima de la terraza del Arga y
que siempre ha soñado con el mar arrojado sobre
sus murallas, es hoy un barrio
herido. Quizás de éxito, pero herido. Barrio que hace años fue
territorio de resistencias, transgresiones y habituado al contratiempo. A la
tensión permanente. Barrio de luces, sombras,
oportunidades y amenazas que siempre gestionó lo suyo a pie de calle. Una
calle de luchas heroicas y también de derrotas vergonzantes. Y también de
reconquistas por obra y gracia de un
vecindario que se sentía eso, vecindad. Fueron los años de las manifas diarias
radiadas por la Eguzki Irratia, la
insumisión pionera, el gaztetxe del Euskal Jai y la pelea entre adoquín y
loseta. Y otras más que aún resuenan en algunas calles. Porque estas pequeñas
victorias lo fueron de toda la ciudad. Pero se gestaron como propias por las gentes
de aquí. Porque aquí se sufrieron en propia piel, se brindaron al sol y se
protegieron engrandeciéndose. Porque aquí se convivió con el al duro golpe de
la droga, el exilio de la Biblioteca General, la Universidad o la destrucción
de los restos arqueológicos de la Plaza del Castillo. Todo con la rebeldía de un vecindario empoderado que
vivía en ese casco antiguo hecho a medida de sus gentes, sostenible hasta en la
adversidad. De gentes cargadas de solidaridad intravecinal, militantes del
pequeño comercio, de tiendas con solera hoy desaparecidas
firmando así la sentencia de muerte de un entramado comercial con sello propio.
Y ello sin que ninguna institución haya tendido su mano, aunque algunos
presuman de ello. Un barrio de quioscos de prensa, como el carrico de Lucio, tiendas de
sombreros, talleres de medias, mercerías, ferreterías, carpinterías,
carnicerías, droguerías, talleres y fruterías donde lo habitual era depositar la confianza a cambio de un buenos
días y un mejor producto. Y también
de bares familiares donde regarte de
alegría a golpe de txakolí o tinto peleón.
En ese barrio todavía se vivía.
Pero este recuerdo no queremos
convertirlo en nostalgia paralizante. Sino en lectura para el combate. Aunque
solo nos queden las ideas. Porque pareciera
que vivimos en un barrio saturado de
éxito comunitario y, eso sí, muy ilusorio y escenificado. Porque vivimos o sobrevivimos a golpe de celebración diaria y
nos preguntamos para qué. A son de qué.
Y sentimos que este barrio es cada vez menos barrio pese
a las intensas campañas de todo tipo y condición en demostrar lo contrario.
Creemos que se han roto las solidaridades de antaño, los bucles de ayuda mutua,
de vecindad bien entendida y de intercambio a cambio de nada. Y se han roto también los espacios de resistencia, aquellos que
hicieron de nuestro barrio el espacio de la fiesta y la subversión como lo
definiera el maestro Gaviria. Hoy muchos
y muchas sentimos que sobra fiesta y nos falta subversión. Y sentimos que este
barrio ya no nos pertenece. Porque este barrio ha sido robado, hurtado
por dinámicas, sinergias y tendencias absolutamente desconectadas de su
vecindad. Por dinámicas que responden al mercado más que al vivir común. A la
marca de un barrio neoliberalizado en exceso. A una gentrificación urbana y
comercial ocultada en nombre de un progreso y dinamización de dudosa
sostenibilidad. Más aún, entendemos que hoy se está construyendo un barrio
enajenado y contra la mayoría de su
vecindad. Y sentimos que a nadie parece
importarle más allá de la obligada pose de algunos. Ni siquiera a este
ayuntamiento que presume de cooperativo y
participativo. Un ayuntamiento que, dicho sea de paso, no ha tenido en cuenta ninguna de las
alegaciones al PEPRI presentadas por varios vecinos y vecinas. Como si este
ayuntamiento confirmase el alejamiento
de la vecindad crítica para subirse a lomos de una cierta estetización festiva
de las políticas urbanas.
¿Por qué hablamos así? porque así lo vivimos y los sufrimos. Porque mucha gente digiere este barrio como
puede. Este barrio sufre de falta de vecindad, de incivismo y de desprotección
pública. Sufre porque siente que se está perdiendo lo mejor que tenía: la
solidaridad y la vecindad bien entendida, el sentirse arte y parte de algo
intangible, la convivencia, el equilibrio social. Y por encima de todo, sufre
al comprobar que este barrio ha dejado de ser habitable, que ha dejado de ser
transitable, paseable, en definitiva, amable. Porque este barrio, al menos una
gran parte de sus calles colonizadas por la hostelería de nuevo cuño, padece de
una falta de habitabilidad y convivencia más que inquietantes. Y es que pese a
cierta campaña que se empeña en demostrar que lo viejo se mueve, creemos que lo
viejo se muere. Se mueve para algunos y en alguna dirección, no siempre común,
y se muere para muchos. Aunque esos muchos sean la parte invisible de los
análisis oficiales y hegemónicos que se
hacen.
Porque este barrio está tocado. Pese a la fiesta sin limites que
padece, pese a la charanga permanente que invade sus calles. Pese a la
sanferminización que sufre los 365 días del año, pese a ciertas proclamas
buenrrollistas. Porque el barrio se ha terciarizado y vive por y para las ilusiones y las emociones,
como si ello fuera su principal reclamo. Este barrio está tocado precisamente
por eso, porque ha priorizado otras dinámicas expansivas por encima de sus
vecinos y vecinas a los que se les supone aguante infinito y comprensión sin
límites. Este barrio pierde calidad de
vida pese a que cada fin de semana se celebre la vida como si el fin del mundo
estuviera a la vuelta de la esquina. Y consecuencia de ello es la
desvalorización como lugar de residencia y habitabilidad a favor de una
especialización del barrio-consumo
atomizado de actividad. En este
sentido hay que mencionar que en el año
1991 la población del casco viejo, según el estudio elaborado por el plan comunitario
del casco viejo de Pamplona, era de poco más de doce mil habitantes (12167). Ese
año el casco viejo contaba con 192 establecimientos
de hostelería. Tocábamos a un establecimiento hostelero por cada 63 habitantes,
lo que no estaba nada mal. Pero el barrio ha disminuido su población, 10816 habitantes
en mayo de 2016. Sin embargo han aumentado hasta 232 los locales de hostelería.
Es decir, siendo menos, ahora tocamos a más bares por vecino/a. Por cada 46
vecinos tenemos un establecimiento hostelero. Ustedes mismos.
Pero aparte de estos datos, es verdaderamente significativo que la
tendencia descendente en la población del barrio coincida con la modificación
del PEPRI del casco viejo en lo relativo a regulación de
usos (Boletín oficial de Navarra de 7 de junio de 2006); modificación que
levantó la veda hostelera, permitiéndose a partir de ese momento la apertura de
cafeterías y restaurantes en cualquier calle del casco viejo. En 2006 la
población del casco viejo era de 12401. Desde esa fecha hasta casi ayer ha
descendido de forma continua hasta los 10816 residentes actuales. Esto ha
supuesto una caída de población en el barrio del 12.78%, la mayor caída de entre todos los barrios de Pamplona. Y
justo en un periodo en el que la población global de pamplona ha crecido un 1,75%.
Se pueden interpretar estos datos de maneras diversas, pero entendemos que esta
pérdida de población tiene que ver con la menor calidad de vida de sus
habitantes obligados a un exilio forzado, a una diáspora silenciosa que no se analiza en ningún
foro. Y este panorama explica por qué sus comercios
cierran, se hunden o no se renuevan, sus
tiendas de artesanía malviven o sus centros de artes languidecen. La pequeña
sociedad cascoviejera del futuro está creciendo en un entorno sin apenas librerías, sin árboles, sin galerías de arte,
sin tiendas locales, sin espacios de ocio alternativos, sin tranvía, sin
silencio nocturno. Los toldos de los bares, las cubas, los carteles con su reclamo alcohólico, han sustituido a
los quioscos de libros y revistas. Y lo inundan todo. Los camiones de
abastecimiento hostelero son incompatibles con los bancos para los abuelos y
las fuentes. Las terrazas impiden el
paso de silletas, sillas de ruedas, bicicletas, bomberos y ambulancias. Los
carteles de venta y alquiler de casas han sustituido a las banderas reivindicativas
por un tiempo mejor. Y este paisaje ajeno se divulga entre una vecindad
envejecida, empobrecida y enferma. Entre una población que supone el 5% del
total de Pamplona pero que soporta gran
parte las necesidades de todo tipo y condición del 95% restante. Porque no hay
un plan-diagnóstico que garantice la equitativa distribución de recursos
interbarrios. Entre una población muy
desigual, donde los índices de pobreza alcanzan cifras de espanto que no
conmocionan a nadie salvo a aquellos que
se ocupan de ello. Y más. La desvalorización de muchas viviendas por la
proliferación hostelera es un hecho real y objetivo. El casco viejo es el
barrio que, en relación al numero de habitantes, presenta la mayor tasa de
pisos a la venta de todo Pamplona. ¿será porque el casco viejo se mueve o
porque el casco viejo se muere?
Y es que este barrio sufre una
agonía lenta, silenciosa y certera. Pese a la banalización, invisibilización y
hasta el desprecio de muchos de los
problemas aquí mencionados. Una agonía sin paliativos que se manifiesta cada
viernes, sábado y fiestas de guardar con
el número ascendente de vomitonas y meadas frente a algunas de sus mejores
iglesias y monumentos. Este barrio
resiste y asiste con dolor a la pasividad autocomplaciente de sus mandatarios
que reconocen sin pudor alguno que la cuestión del ruido, la gestión
convivencial y el equilibrio entre impacto hostelero y convivencia se presenta
como un reto de imposible cumplimiento. Como reforzando las tesis más
neoliberales de la inmutabilidad de la historia y este presente bastardo. Y sí, creemos que es posible una solución. Costosa,
imaginativa y arriesgada. Nada fácil. Quizás solo se trate de nadar contracorriente
o arriesgar el intelecto. Para ello
deberíamos descartar una idea fuerza hegemónica. Aquella que considera que esto
se arregla con mediación y negociación entre los agentes implicados. Sí y no. Aquí
hay intereses radicalmente diferenciados y necesariamente en conflicto
ante los cuales, la administración municipal debe dar respuesta. Porque es su
obligación. La de gestionar la ciudad. La de implicarse a partir de sus
responsabilidades de salvaguarda de la vecindad amenazada. Por eso se hizo en 2004 la “ordenanza municipal sobre promoción de conductas
cívicas y protección de los espacios públicos” que regula el uso y abuso de la
calle. Ordenanza por otro lado
reiteradamente incumplida por parte de algunos agentes implicados. Y sí, a partir de aquí es posible diseñar nuevos usos
colaborativos, nuevos espacios y nuevas dinámicas que respeten la habitabilidad
de un barrio que, primero es residencial y después un supermercado de ocio y
negocio a cielo abierto. No afrontar esto supone validar el barricidio al que
este barrio está siendo sometido en nombre de un falso ciudadanismo rehén de
los planes de acumulación capitalista -escasamente cuestionados- y alejado de los
necesarios controles sobre los procesos
de saturación de nuestro territorio vecinal.
Articulo publicado en Pamplonauta
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