Aquel tipo era el baranda de Lear Corporation y había roto su matrimonio con Faurecia. Tenía respuesta para todo, aunque
le cambiaran las preguntas. Y dicen también que firmaba despidos al son Closing Time, la vieja canción de Cohen. Y es que este cierre de
persiana de Faurecia es el ejemplo más irracional del nuevo capitalismo sin alma. Ingeniería de la
codicia llevada al extremo. De cómo el capitalismo canalla nos ha ganado la partida. Pero no hay que sentirse
culpables. Los currelas de Faurecia han dado el do pecho hasta la extenuación,
han explorado todas las vías posibles, han negociado, renegociado, rendido
cuentas y puesto su pasado, presente y futuro a disposición de este capitalismo mesetario. Porque
no es gente que se haya rendido o
desertado. En ello les iba la vida. Pero no ha sido posible. Ni con el
Séptimo de Caballería hubieran ganado la batalla. ¿Por qué? Porque la verdad
estaba ausente de la mesa de negociación. Porque Faurecia ya había firmado su
sentencia de muerte como mal menor. Porque detrás de este acto final hay un banco de tiburones que por la mañana
comulgan y por la tarde firman sentencias de muerte. Así es el nuevo
capitalismo de extracción. No obedece a razones. Es un capitalismo que ya no
gana explotando obreros sino reventando
los mercados y aliándose en complejísimas redes de metaproducción intangible
donde el dinero circula por las cloacas. Sus dividendos se suman por billones
gracias a la especulación bastarda de los mercados trampeados con patente de
corso. Y eso no lo entienden los currelas de Faurecia. Algo rentable aquí, pero
mucho más rentable en los cenagales de África o Asia y las autopistas bursátiles
liberadas. Compañeros, la ley del mal menor gobierna todos los ámbitos de la
vida. Pero nos queda la última lucha, la de la dignidad. Y en esa vais
sobrados.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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