Acabé Patria tras siete horas casi seguidas, intensas, enganchado a la mecánica cuántica de un tobogán que te subía y bajaba a su antojo. Fernando Aramburu (FA) gana en las trescientas ultimas páginas lo que –creo- “pierde” en las primeras doscientas. Y es que en esas primeras páginas uno siente que en esta novela hay buena y mala gente. Y puede ser verdad. Gente que es perpetradora del mal y gente que lo sufre. Así, este lector se ve tutorizado emocionalmente por la fuerza de los hechos hacia una posición ética y sentimental que, hasta puede compartir. Pero se niega a ese ejercicio de acompañamiento hacia ningún lugar que no sea la libre voluntad de elegir a sus propios personajes. De ubicarlos allí donde su propia lectura filtrada le permita. ¿Es esto maniqueísmo? No lo creo. De verdad. No diré nunca que Patria sea maniqueista. Quizás Patria no se pueda escribir, de momento, de otra manera. Y digo de momento. Y aquí se notan los efectos retardados de sus ultimas novelas, especialmente “Peces de la Amargura”. Y digo esto sin ánimo de ofensa, sin ánimo de echarle en cara a FA algo que intuyo no es debido a ninguna militancia literaria, ni posición política (como se le ha acusado injustamente) salvo aquella que se vende a la pasión por la buena escritura. Algo que en estos tiempos quizá sea difícil de analizar.
Digo que FA no utiliza esta tensión entre las familias que sobrevuelan esta terrible historia llamada Patria como arma de disuasión política al servicio de un interés concreto. Ni lo creo ni atisbo pretensión alguna. Sinceramente. Pero su novela tiene un efecto secundario que trataré de aclarar. A medida que vamos devorando páginas, FA nos lleva de la mano hacia esa familia, nos empuja a comprender y sentir a la familia victimaria. A estar a su lado, a sentir con ella y a rechazar visceralmente los desmanes de la otra familia. Y, claro, al no menos despreciable hijo etarra, así como a su madre Miren, a toda la ralea abertzale que pulula entre líneas por Patria y a ese patriota cura Serapio, quien por cierto, en algunas ocasiones, especialmente con Gorka, hermano de Joxe Mari hace todo un ejercicio de apología etarra de una dureza indescriptible y de dudosa veracidad ficticia.
Pero algo más allá de la mitad de la lectura ocurre algo inesperado, la novela se va construyendo a partir de cierto momento olvidando el tono plano, recurrente y quizás utilizado por Aramburu en otras novelas de reciente creación. Empieza una tensión que te engancha. No por saber el desenlace, sino por saber cómo se comportarán esos tipos dispares que hacen de Patria una coral épica de distintos tonos. Y creo que es a partir del ultimo tercio de la novela cuando esta adquiere altura, cuando estalla la emoción. Cuando uno empieza a inundar de lágrimas una Patria destrozada. Porque FA tira de emoción, de sentimientos cruzados, de recursos que nos mueven el alma y nos la remueven. Pero todo ello queda en el plano privado de las emociones que sacuden a sus protagonistas. Como si ellos y ellas se enfrentaran a su infinita negrura y descomposición en una sociedad que pareciera que les ha construido como seres privados de dimensión política y publica. Como si esa barbarie que hemos vivido, ese mundo social que ha construido estas violencias, no tuviera espacio de reflexión en Patria. Y es que pareciera que las dos familias se han quedado un poco huérfanas de esa dimensión pública y social que también nos construye y explica el por qué somos lo que somos y a qué obedecen nuestras pulsiones.
Y es que en torno al asesinato del Txato se construyen tensiones, diálogos, emociones, encuentros, idas y venidas que nos ayudan a comprender el por qué de los movimientos viscerales o emocionales de unos y otros. Pero no el por qué de esta locura colectiva. Y me hubiera gustado saber eso, más allá de la explicación política que ya me la sé. Porque discursos que la expliquen hay para todos los gustos.
Creo que Aramburu ha escrito Patria como un ejercicio atlético de liberación personal, un ejercicio terapéutico de duelo con su patria, queriendo reconciliarse con ella y con los perpetradores que durante años convirtieron a este país en un reguero de sangre. Y esto no es fácil. Porque todavía sigue latente el eco de los disparos, lejanos pero ecualizados por dinámicas sociales que resuenan en el interior de un país que clamaba y clama, no venganza histórica, sino capacidad para gestionar las emociones ejercitándolas como telón de fondo de la historia por contar y de la novela por escribir. ¿Por qué, qué otra cosa nos mueve que no sean las idas y venidas de las intensas emociones que nos suben y bajan el ánimo y el alma al leer Patria?
Uno acaba la novela y se dice a si mismo que Aramburu ha querido reconciliar a ambos lados, victimas y perpetradores. Y lo hace. Solo una cuestión por lo que Patria me parece involuntariamente parcial: resuelve este laberinto de compleja resolución desde el ámbito privado, desde las emociones personales. Pero no hace una lectura pública de este terrible desgarro. No digo que lo privado no interese resolver. ¡¡ Faltaría más ¡¡¡ Es lo principal. Pero la trascendencia publica de la reconciliación, si es que debe haber ahora reconciliación, ha de ser prioritaria. No vale pasar página. Y menos solo personal (a través de los encuentros entre victimas y perpetradores) Hay que retomar la lectura de esta catástrofe donde la dejamos. No vale pasar página desde lo privado si no somos capaces de resolver el daño público que ha causado esto. A Patria le falta, según mi opinión, (quizás no lo pretendía) dimensión pública en el entramado de su laberinto emocional y pasional por el que se mueven sus protagonistas. Los actores son ellos y ellas, con sus emociones, sus pasiones, sus miedos, sus limitaciones, sus terribles contradicciones sus fobias y filias. Pero son todo esto además de lo que les envuelve y el porqué han llegado donde han llegado. Y eso no surge en Patria. Insisto, quizás FA no ha querido hacer esa otra novela…, pero a uno le hubiera gustado.
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