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El Pozo


A cierta edad el tiempo te sopla en el cogote por barlovento. Como una gota helada cabalgando sobre un pentagrama sin sonido. Y sientes que cada instante  está  medido por un  golpe de suerte o de pura casualidad.  Y es que hay días que recelas hasta del espejo, ese que cada mañana te muestra una nueva renuncia.  Ayer mismo supiste de un caso fulminante. Casi sin tiempo para inscribirse en  el calentón anual  de deseos  del nuevo curso.  Y te inquietaste o te pusiste a llorar. Como perjurando contra un tiempo vacío. Yo más bien  diría que te entró el pánico.  Y así anduviste toda la mañana, renqueante, como queriendo encontrar  el  libro de instrucciones para ese desaguisado de tu alma inquieta.  En esas estabas, cuando por la calle te sorprendió un desfile infantil.   No tenían más de cinco años. Caminaban  alegres e inocentes alterando el gris marengo de aquella ciudad otoñal. Te cautivó la mirada de una de ellas. Y vistes en la profundidad de sus ojos el pozo de tu infancia. Entonces quisiste descender a toda velocidad por aquel túnel de fuego. Como un yonqui en busca del fogonazo eterno.  Cuando llegaste al fondo sonaba la  tercera Sinfonía  de Gorecki en medio de un amplio surtido de  cicatrices. De aquella edad dorada  no quedaba nada salvo unos recuerdos nubosos, una tierra de nadie, alguna foto de tu madre y poco más. Ascendiste ansioso en busca de la luz.  Los niños seguían con su alegre baile hasta llegar al centro escolar, A donde se perdieron por la puerta de entrada. Mientras seguías sus pasos sentiste  el dulce escozor de una felicidad inexplicable. Antes de entrar, una  de ellas , la que te había contaminado con sus ojos repletos de vida, te miro  y te dijo: “se  escapa de  la vejez cuando uno tiene la esperanza de llegar a un lugar donde, de nuevo, algo puede ocurrir por primera vez”.

Artículo publicado en Noticias de Navarra el 19 de septiembre de 2016




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