Más allá de los posibles pactos, de los tiempos que lleven, de quien los lidere, de las carambolas, de las abstenciones, de los acuerdos, de las traiciones y contradicciones, de las renuncias, de las imposibles pero necesarias dimisiones, de los sorpassos y las sorpresas, de los asaltos a los cielos o las bajadas a los avernos. Más allá incluso de unas nuevas elecciones; lo grave, incluso por encima de las urnas y los votos que lo validan es, que mucha gente de bien y de mal, gente que vive o malvive en este reino de España corrompido hasta médula, siga creyendo de manera bastarda en un partido que huele a cloaca, que apesta a matarratas de saldo. Que siga jaleando y dando oxígeno a un hombre gris marengo que ha convertido la democracia en un chiste sin gracia.
Lo
preocupante es que millones de votos hayan apoyado y validado a corruptos,
mentirosos, traidores, falsarios, tramposos, bribones y fulleros. Además de
fascistas graduados de reconocido prestigio antidemocrático que nunca se
fueron. Y si se fueron, lo hicieron para afilar los cuchillos. Eso es lo grave.
Y lo que cuesta analizar, lo que cuesta entender y digerir como una maldición
sin fin. Si fuera diputado me preocuparía eso. Pero soy un ciudadano a pie de obra.
Y siento miedo, asco y vergüenza de este país enfangado pero contento con su
propia inmundicia. No por sus gentes, sino por esa estrategia de sodomización
social que el PP ha puesto en marcha al amparo de una crisis alargada y
prolongada, como el siniestro tiempo que nos toca vivir.
Y
esto es lo grave, a lo que hay que temer. Más allá de lo que se avecine, de los
posibles pactos o futuros escenarios de poder y contrapoder. Más allá de los
nuevos tiempos que todavía apestan a viejos. Que el miedo, convertido en arma
de dominación masiva, haya inmunizado la bastarda corrupción y podredumbre en
que está sumido este reino de España en bancarrota ética y moral, un país donde
el bar es el mejor analgésico y donde los ricos y muy ricos disparan sus
ganancias a golpe de chantaje, amenaza y coacción. Y si no, que se lo pregunten
a un ministro que se hace llamar Fernández Díaz. Lo preocupante es que esos
casi nueve millones de votos, muchos de ellos de obreras y obreros desclasados
por imperativo legal y social, sirvan para gobernar contra sus propias vidas,
contra sus propias conciencias, de clase o de los restos que queden de ella. Y
esto es difícil de digerir con las herramientas de nuestro tardofordismo
analítico. Pero vivimos tiempos en los que las contradicciones forman parte de
nuestras convicciones. Porque mucha gente hace lo contrario de lo que siente,
que vive contra su ideario perdido, que vota en contra de sí mismo o de sus
intereses. Es el llamado voto prevaricado, el voto corrompido. El que mucha
gente emite porque su vida también es pura contradicción, porque se mueve entre
dualidad y la segmentación. Porque vivir en conciencia se ha puesto muy cuesta
arriba. Y es que corren tiempos en los que la ética es una cuestión de muy mal
gusto. ¿Qué por qué? Porque antes sabíamos las preguntas y las respuestas;
ahora sabemos las preguntas, pero desconocemos las respuestas. Y ahí, nos
perdemos todos. En ese pantanal de dudas azuzado por los miedos. Especialmente
en aquellos sectores de población sobre los que la dominación más subjetiva y
el control de sus vidas se ha hecho más incisivo y despiadado a través de los
diversos controles sociales y económicos. Así que esto es lo grave, que el
baile feliz del PP de la noche electoral se hubiera celebrado sobre los cimientos
del supermercado en ruinas en que se han convertido nuestras vidas. Y que siga
la fiesta como si nada ocurriera.
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