Son rumanos. Y son gitanos romanís. Nómadas sin
territorio, sin estado. Han cabalgado
entre el destierro y el extermino, perseguidos por los
nazis y hasta 1958 esclavos en un
estado comunista que los disolvió como pueblo a golpe de normalización
roja. Ahora los tenemos entre nosotros.
Se calcula que unos 750.000 romanís viven en el reino de España, de ellos
unos 420 en Pamplona. Huyen de una
Rumanía sobreempobrecida. Y nuestras peores condiciones son sus palacios
rumanos. Son nuestros refugiados. Es la minoría étnica más estigmatizada en
esta Europa alcoholizada de tolerancia de garrafón. Acusados sin presunción de
inocencia alguna. Ciudadanos europeos libres para moverse por un pantanal de
prejuicios. Gentes sin empleo, sin ingresos, abocados a una miseria
escandalosa. Sobre ellos pesa un racismo indecente, descarado. Por su forma de
afrontar una vida que no es vida. Por mostrarnos sin pudor sus maneras de
sobrevivir. Eso es lo que nos escandaliza. Su inmerecido derecho a soportar la
pobreza.
Estos días son noticia. No por su
miseria banalizada hasta el asco, sino por lo mal que la soportamos los demás.
Se habla de ellos, del “Tenis”, de sus prácticas en los márgenes, de la
limpieza, de la propiedad de la parcela que ocupan. De todo menos de sus
dificultades. Y hablamos de ellos con ese aire de superioridad analítica y de
clase que nos proporciona el lugar que
ocupamos; profesionales, partidos, entidades, administraciones, voluntarios y
hasta el sursum corda. Y no sabemos cómo acertar con ellos pero sin ellos. Y nos enredamos en el
buenrrollismo, el voluntarismo, el
derecho, la solidaridad y la legalidad.
Arreglar lo del asentamiento, pues sí. No son tantos. Solo una
muestra de esa comunidad romaní-pamplonesa que nos reclama otra mirada más
global. Mai bine împreunâ : Juntos mejor.
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