Aquellos dos jóvenes tenían orígenes diferentes aunque decían ser hijos de la misma madre. Uno procedía de la camada de socialistas guapos
que apuntalaron la socialdemocracia más bastarda y el otro se había preparado
para asaltar los cielos después de un
encuentro con Lenin cuando tenía cinco años. El uno se llamaba Pedro y dijo que
sobre aquella piedra, llamada España, escribiría su historia. Pablo, el otro
apóstol emergente, dijo que jamás reconocería a un hermano que le había negado
tres veces.
Pedro le ponía tesón, incluso su salmodia quería recuperar el tiempo
perdido. Pero tenía un grave problema con su mitra socialista. Y es que él no
mandaba en su reino. Había barones que le recordaron que las aguas no se
dividen por arte de magia. Que hay líneas rojas marcadas a sangre y fuego. Y
aquellos príncipes socialistas le recordaron que lo de pactar con los
arcángeles bastardos de la secesión ni hablar. Ni siquiera intentarlo en aquel
reino indivisible. Así que, su alianza con san Albert, el apóstol de la
ciudadanía blanda y light, sirvió
para avalar su pacto-trampa del miedo
ante una España que exigía venganza social. Mientras, Pablo el Heterodoxo,
tensó la historia hasta más no poder. Dicen que cedió pero que en medio de esos
meses vacíos conoció la dureza de una realidad que destilaba cianuro. Y esperó
a tiempos mejores.
Dicen que habrá nuevas elecciones porque ha faltado
consenso. Es el diagnóstico más infantil
y menos político que se puede ofrecer a una ciudadanía desempoderada. Vamos porque
este reino de España es una ciénaga insoportable. Y gestionar esta pocilga
exige más que pactos. Exige llegar a acuerdos estructurales que descuarticen este
Estado de alta traición ciudadana. Y cualquiera no vale. Y tampoco vale
cualquier pacto que no suponga alterar las condiciones del estercolero.
Articulo publicado el lunes 2 de mayo de 2016 en Noticias de Navarra
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