En Londres, la noche del 9 de marzo de 1858 fue húmeda, nubosa y fría. Charles Dickens pasó aquella noche y todas las anteriores desde hacía una semana caminando frenéticamente desde la madrugada hasta el amanecer. Estaba sufriendo un reconcentrado periodo de insomnio y pensó que lo mejor sería descansar la mente cansando el cuerpo. De modo que una vez se acostaba Catherine, su mujer, él se vestía de forma apropiada, se calzaba, y desde su casa de Tavistock Square aquí se arrojaba a la telaraña londinense y por ella vagaba libre entre bohemios, mendigos y otros seres insospechados cuyas historias jamas habría sido capaz de imaginar, hasta que el sol se hacía de nuevo con el gobierno de lo visible. Justo antes de que esto ocurriera empezaban a revolotear por Covent Garden los vendedores de café, que el escritor interpretaba como una señal para tomar un recuelo y emprender el regreso a casa. A esas horas entraba siempre en el mismo y enjuto expendio y se encontraba con la misma e inconcebible escena: un hombre alto, pálido y sonriente, que vestía levita y zapatos bajos, sacaba del interior de su sombrero aflautado un gran pudín de leche, azúcar y frutas secas que apuñalaba con saña gracias a un cuchillo que diligentemente le prestaba el vendedor y, tras limpiar con cuidado el arma, ahuecaba y despedazaba a su víctima con sus propias manos y la devoraba con la vista desorbitada. Todo tan inverosímil que jamás se atrevió a reproducirlo en una novela. ¿Quién se lo iba a creer?
Extracto de: Agenda 2016, Anoche un libro me salvó la vida, Ed errata naturae
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