El 5 de febrero de 1975, Philip K. Dick se despertó, como cada mañana, un minuto antes de que sonara el despertador. Atravesó la oscuridad de la cochambre en la que vivía junto a su cuarta esposa y llegó hasta el umbral del baño. Allí alargó su mano derecha y buscó el interruptor de la luz. Tanteó la pared de arriba abajo, de un lado a otro. De repente, una vez más, esa descarga; la inminencia bien conocida de lo incognoscible. En la pared no había nada, por supuesto. Y por segunda vez en lo que iba de año sintió cómo una geometría inhumana y atroz asolaba su cabeza. No hacían falta más datos. Con la mano izquierda alcanzó rápidamente el interruptor, allí donde no estaba la noche anterior. Recordó de inmediato a su hermana melliza, muerta a las cinco semanas de vida. Recordó una vez más a su hijo, vivo sólo gracias a una operación de hernia guiada por una de sus visiones, que los médicos subestimaron y achacaron a una imprudente combinación de drogas y lecturas. Aún en el umbral, paralizado, sintiendo que su cabeza podía estallar en cualquier momento y devastar el planeta entero, sonreía y pensaba: "La realidad no es todo, sino las grietas por las que el todo se desfonda"
Extracto de "Agenda 2016, anoche un libro me salvó la vida" Ed. errata naturae"
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