Juan Tallón podría ser mi hijo. Pero también podría ser
mi padre. De hecho casi lo he adoptado como tal. Dos textos suyos me han tallonizado hasta dudar de mi identidad.
Con este tipo me he quitado de encima un falso prejuicio al sospechar de la solidez de ciertos escritores jóvenes. Al menos más jóvenes que yo, que ni soy escritor ni me lo propongo.
A Tallón lo descubrí con un primer libro titulado “Libros
peligrosos”. Uno empieza a leerlo y ya no para. Como una carrera enloquecida hasta las seis de mañana sin dormir. Una sucesión encadenada de
recomendaciones que rompen con la crítica literaria al uso. Es como si Tallón
se hubiera comido los textos una tarde tras salirse del cine y los hubiera
vomitado convertidos en sensaciones a pie de obra. Y luego el tipo te obsequia
con frases que te dejan seco, como si esas frases fueran vomitonas rescatadas
tras una resaca monumental. Por cierto, en esos “Libros peligrosos” uno echa en
falta a Curcio Malaparte y “La piel”. Tallón,
léetelo si no lo has leído.
Pero todo esto te
lleva a buscar otro texto suyo. Como un yonki tallonizado, insisto. Y encuentras “Fin de poema”. Y encuentras las
ultimas horas de cuatro poetas: Cesare Pavese, que preside casi todo el relato
merodeando alrededor de una muerte imprescindible para la literatura, a
Alejandra Pizarnik, a Anne Sexton y a Gabriel Ferreter. A todos les persigue
ese instante final que a veces he imaginado conmigo mismo. Y también de pensar, como una agonía sin desenlace, una y otra vez en los últimos diez
segundos finales de un condenado a muerte.
Un texto, este Fin de poema, que me ha traído a la memoria a Cioran cuando
dice: “Una llama atraviesa la sangre. Pasar al otro lado, esquivando la muerte”.
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