Una nueva beneficencia adornada
de buenrollismo social nos invade dejando
un apestoso tufo a paternalismo
neoliberal y clientelar. Y es que,
frente al descalabro de los
sistemas públicos de protección social y la furia de los recortes en los
principales seguros vitales que nos han proporcionado seguridad ante la
adversidad; no pocos colectivos civiles y religiosos, oenegés, entidades privadas
de solidaridad con y sin ánimo de lucro y grupos ciudadanos de variada
tipología, han izado la bandera de la
desigualdad y la pobreza como formas de solidaridad redencionista.
Numerosas iniciativas tratan de salvar a
la gente de los desahucios, la pobreza, del frío, del hambre, de los cortes de
agua y luz y de la precariedad sangrante. Como si los sistemas públicos,
invisibilizados y descapitalizados, por no decir despolitizados, fueran
incapaces de abordar este socavón social creado por la crisis. Y a lo mejor es
verdad. A lo mejor es verdad que lo público ha desertado de sus responsabilidades
y nos faltan guardaespaldas sociales. Pero seamos claros, esta inflación de
solidaridades está generando un efecto
perverso: la desciudadanización e infantilización clientelar de las poblaciones
más vulnerables. Y ello contribuye al reforzamiento discursivo del fin del
Estado Social y de derecho en favor de la nueva caridad privada.
No negaré la función complementaria de este tercer
sector empeñado en el rescate ciudadano. No negaré su valía. Pero son los
sistemas públicos los que deben garantizar la protección social. Son los
servicios sociales públicos quienes deben liderar la lucha contra las
desigualdades. Porque ellos garantizan la solidaridad redistributiva a través de sus
dispositivos. Porque ellos legitiman la condición universal de ciudadanía. Algo
que está bajo mínimos.
Artículo publicado en Noticias de Navarra el 1 de febrero de 2016
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