Tal vez, la única incógnita que
hoy merezca la pena despejar es, saber si este año los membrillos madurarán a
tiempo y superarán el olor de años
pasados. Ahora están empezando a coger la prestancia de las frutas doradas y
eso es suficiente para pedirle una tregua Al destino.
El otro día
tropecé con un amigo que, después de contarme todas las operaciones de próstata
a las que se había sometido, la quiebra económica de su familia
y las últimas conquistas sobre las que había podido cabalgar; depositó sobre mí
los desperdicios de todos los proyectos que había rumiado para encarar la vida
con un poco de dignidad. Al parecer, tiempo atrás había estado consultando a un
oráculo persa y éste le había anunciado: ”Quien se juega el dinero y gana, se traga
un anzuelo de oro”. Desde entonces, confiado en el destino, decidió apostar
fuerte en la vida con la esperanza de llegar a un paraíso imaginado de la mano de la fortuna. Decretó firmemente ir en busca del éxito. A esa
especie de lugar pulido y sin
suturas donde se siente la salud total
perpetuada en el tiempo. Allí donde la felicidad se congela infinitamente.
Y es que, mi
amigo había estado esperando durante años ese golpe certero del destino que, a
veces te coloca en ese punto crucial a
la hora indicada para que una mano invisible nos elija sin titubeos entre el
grupo selecto de vencedores. Es entonces cuando la biografía personal se
dispara hacia un punto sin retorno. Decididamente estamos entre los
triunfadores, en el limbo miniado donde solo existe el fulgor de la suerte
suprema.
Volví a encontrarme hace poco con él. El
éxito se había retrasado y, al parecer, el amargo sabor de la desgracia se
había apoderado de él. No obstante mi
amigo, pese a la adversidad, me hizo saber que en esta vida llega un momento en
el que se agotan todas las expectativas de cambio. Es entonces, decía, cuando
urge convivir con uno mismo, y esto
supone uno de los esfuerzos más desesperados de la existencia. Mi amigo me
hablaba del fracaso y de la aceptación de la derrota. Comprendí entonces
que ello comporta un inmenso dolor para
la conciencia pero supone un desafío de
incalculable valor. Y es que ganarle el litigio a la vida, aceptar la derrota e
ingresar en el selecto club de los fracasados es convivir con la realidad ras de tierra,
pelear a cuerpo descubierto con el destino. Solo entonces las conquistas se
hacen duraderas y la vida deja de ser
una inclemencia.
Postdata: Este artículo fue publicado en septiembre de 2002 en Noticias de Navarra. Quizás hoy haya más perdedores por obligado cumplimiento según guión vital escrito por una casta de trileros que han llevado a esta España en bancarrota al suicidio de buena parte de su población. Cuando esto se escribió parecía que vivíamos en la época de la felicidad por decreto y servidor echaba en falta ese punto de ruptura en busca de una vida que, aunque aparentemente feliz, nos proporcionara ciertas dosis de realidad para comprender que ésta era algo más que un desesperado combate por la acumulación.
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