Tal día como hoy hace 59 años moría
en los alrededores del manicomio de
Herisau (Suiza), Robert Walser. Su cuerpo apareció en medio de la nieve invernal. Walser
llevaba 23 años ingresado. Ese día había
salido a pasear huyendo de la eternidad que le perseguía y se dio de bruces con
ella. Así era su literatura, un arte que
trataba de evitar cualquier forma de permanencia o duración. Y de esta
metáfora nuestro Vila Matas se quedó colgado. De ello, de Walser y de su intento
de escapismo literario, de la fugacidad, de la insignificancia elevada . Walser
fue un hombre que queriendo llegar al cero de su vida quiso quitarse de en
medio. Intentó el suicidio colgándose.
Pero no supo hacer el nudo corredizo. Como si en ese acto fallido se
quisiera decirse a sí mismo que el devenir
es una agonía sin desenlace.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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