Me costó leerlo apenas cuatro horas pero intensas. Mientras, el relato me arrastraba por la tensa tristeza que cada linea me provocaba. Casi hasta el llanto iba desgranando capítulos uno tras otro. Mientras, yo también evocaba pasajes similares a los descritos. Yo no tenía muertos al lado, pero sentía sus muertes como latigazos profundos sobre una epidermis a flor de piel. Yo no tenía muertos por los que escribir ni duelos por los que hacer las paces con mi memoria, pero sí una madre, cuyos cuidados coincidían milimétricamente con los de esa madre que Gabriela Ybarra pierde.
Entonces quise saberlo todo de ella. Me daba apuro ser poco original. Pero me fui directo a Google, para ver qué aspecto tenía, dónde estaba, su email o lo que fuera. Y me agradó y consoló su sutil y delicada mirada. Y quise saber más de ella para decirle abiertamente que su novela me recuerda a esa frase de Cioran que dice que el devenir es una agonía sin desenlace. Y ella resolvía el suyo con una belleza sublime mientras yo escuchaba la Opera de Bocanegra
Lean esta novela (El Comensal) de cuya ficción o realidad me importa poco o nada su construcción. Pues toda ella te lleva por unos pasajes en los que la muerte se convierte en un aliado perfecto para sanar tu memoria, para dejarte deambular tranquilo por los pasadizos más oscuros de la noche y de una historia que requiere contarse y recontarse. Porque cuando se sufre su hechizo, todo sucede como si la hubiéramos conocido en una existencia anterior. Y eso libera.
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/09/28/actualidad/1443466979_308820.html
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