El pasado 1
de octubre se cumplieron diez años de su muerte. Lo conocí hace años en el “poblado”
de Santa Lucía. Me llamó para hacer un reportaje sobre la comunidad gitana y
las Casas de Múgica. Lo bordó con ese saber hacer de un viejo zorro del periodismo
de trinchera. Era capaz de sintetizar en una hoja lo que a mí me había costado
tres años. Ya antes, servidor se bebía de
un trago sus columnas en Navarra
Hoy y Diario de Noticias. Rascaban como bourbon de garrafón. Y es que aquellas columnas estaban hechas de
cuerpo y alma. Por eso no se caían en la
primera línea. Eran inflamables; sí, pero cuando estallaban sabías que formabas
parte del exploto. Así que
leerlas se convirtió en una penitencia redentora. Porque aquellas columnas explicaban la
realidad sin filtros, sin el ropaje de la adulación o el vértigo de la
autocensura. Como otros grandes del momento: Vázquez Montaban o Haro Tecglen,
gentes que pensaban como demonios y
escribían como los ángeles.
Siempre supo
distinguir la verdad del trampantojo. Y contar la realidad de esta ciudad sin
rendir cuentas a nadie en un momento en que hablar alto y claro tenía un
precio. Desde La esquina defendió
una Plaza del Castillo hoy convertida en cementerio del sentido común y la
memoria malversada. Y lo pagó muy caro.
Era José
Antonio Iturri, periodista de la insumisión. Un tipo que pensaba que las
grandes verdades se dicen en los vestíbulos. Esta ciudad está en deuda con él desde hace
tiempo. Pero quien pudo reconocerlo entonces no fueron santos de su devoción. Y
viceversa. Es hora de saldar esa deuda. Otros cronistas, con menos rasmia
que él, figuran en el callejero. A él, que tanto callejeaba,
quizás le guste encontrarse ahí después del tiempo.
Artículo publicado el 19 de octubre en Noticias de Navarra
Artículo publicado el 19 de octubre en Noticias de Navarra
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