Vaya por delante
que el título lo he robado en una calle. Ya sé que este tema a algunos
hombres les saca de quicio. Que la
frivolidad absoluta con la que se trata, lo convierte en discusión tabernera
pero no en cuestión de Estado. Y que, pese al escaso desarrollo jurídico que ha
desplegado la violencia contra las mujeres, esa violencia, instalada en los
agujeros negros de una sociedad enferma,
sigue llevándose por delante a setenta mujeres al año en el Estado. Pero nadie
con responsabilidad de cambiar el rumbo de la historia va a hacer nada. Porque
esa historia no va con ellos. Con los hombres que tienen en su mano la
posibilidad de incidir en este sangrante delirio de una civilización más que
cuestionable. Y sobre todo, porque ellos no mueren.
Quienes pueden
hacer algo para evitar tanta muerte no obtienen ningún beneficio. Ni personal
ni social. Como mucho, ese algo, les
sirve de currículo progresista. Que las mujeres pasen a ser ciudadanas de
primera es cuestión de poder. De compartir poder. Que las mujeres dejen de ser
pasto de las llamas, de las hoces, los cuchillos y los contenedores es cuestión
de valores, de instalación social, de posiciones y de influencias de cada uno y cada una en la complicada red
que construye las familias, los grupos
de presión y las sociedades. En esta, aunque suene todavía mal, los hombres siguen marcando el paso. Esta
sociedad arrastra cientos de años de violencia contra las mujeres. Nunca como
hoy se había sido tan consciente. Pero nunca como hoy, al Estado se la traía
tan floja tanta muerte. Las mujeres mueren y son asesinadas porque son los sujetos débiles de una sociedad
contaminada. Pero sobre todo desigual, trastornada y enferma. Porque sus
reivindicaciones representan una amenaza para muchos hombres, para el poder y
porque proponen un nuevo modelo de relaciones. Una autentica revolución. Y eso
no interesa. No está el horno para esos bollos. Debajo de cada muerte hay una
historia soterrada de terror, pero más bajo se esconde la negativa a cambiar, a
conferir otra forma de vida. Y eso no se quiere aceptar. Ni en el hogar ni en
el Consejo de Ministros.
Sólo si los
hombres asumen su responsabilidad en esta guerra, si cambian de rol, si denuncian, si salen a
la calle, si pelean, si participan de esa revolución pendiente y si comparten
esa necesidad de cambiar, las cosas cambiarán. Para bien de ellas y de ellos. Y
es que solo comprendemos la vida y el terror que supone perderla el día que
sufrimos por su causa. Porque estas
muertes son cosas de hombres. Y su abolición
también.
Posdata: este artículo se publicó en Diario de Noticias en noviembre de 2003. Han pasado doce años y las mujeres siguen siendo pasto de las llamas, las hoces, los martillos y las motosierras. Y siguen porque las políticas para evitar la violencia contra ellas han pasado a ocupar, no un segundo plano, sino un tercero o cuarto. Y porque esta sociedad enloquecida, patologizada y psiquiatrizada encuentra en los sujetos más débiles los escapes sublimes a tanta violencia, discapacidad personal y social sustentadas en relaciones entre géneros absolutamente desiguales.
Comentarios
Publicar un comentario