Que decir que no se haya dicho ya de estas fiestas sin igual, nada y todo. Desde el ínclito Iribarren al heterogéneo y novísimo Izu. Hablar de los Sanfermines, diseccionarlos, psicoanalizarlos, aventurarse en el siempre peligroso ejercicio de opinión sobre ellos, es siempre un trance indigesto. Digamos que éstos, a fuerza de no entenderlos, o de entenderlos demasiado, se han blindado contra toda apreciación, valoración, crítica o ITV sociológica. Se bastan y se sobran para ser lo que son, sin que nada ni nadie dicte sobre ellos sentencia, ni absolutoria ni condenatoria. Son, y ya está. Como parte de un tiempo y espacio metasociológico blindado por la santa tradición. Cómo si nada ni nadie pudiera contra la mordaza del dogma histórico que los envuelve. Deliberar sobre ellos pues, es siempre un riesgo al que responde el programa oficial: déjese de monsergas y vívalos. Cierto. Uno lleva años viviéndolos: emborrachándose hasta naufragar en una encefalopatía hepática, rompiéndose el gollete hasta que la madrugada te repone con una ración de churros mañueteros, exaltando la amistad con arbitrarios desconocidos en cualquier rincón del Casco Viejo, palmando de paroxismo en el mejor momentico metafísico que conoce la ciudad o engordando diez kilos en 204 horas rociadas de suciedad nauseabunda, tendido de sol, alcohol, ajoarrieros maternos y sexo impredecible, la pentalogía sanferminera a la que todos rendimos pleitesía. A qué viene entonces este ejercicio de penitencia, vívalos y déjese de gaitas. Porque estas fiestas están blindadas contra todo diagnóstico y pronóstico. Como si en ese vívalas, se concentrara la imposibilidad metafísica de todo análisis emocional con repercusión de cambio alguno. Ni para bien ni para mal. Ese es, dicen, su puntico diferencial. Esta catarsis foral, única en el mundo mundial, nuestra particular nostalgia épica, imprecación a la abstinencia socioemocional que subyuga al personal durante todo el año mariano pamplonés, no admite contemplaciones, ni escrituras a medias tintas, ni interpretaciones sociológicas, ni análisis psicomarxistas que valgan. No. Los Sanfermines, ese limbo temporal desprovisto de cánones, ese parón lúdico-festivo a medio camino entre Sodoma y Gomorra que los pamplonautas vivimos durante nueve días postrados ante el tótem del exceso, nos redime para el resto del año. Nos purifican. Por eso no se admiten reclamaciones. Porque como toda fe, ésta no es una tradición que poseemos, sino una tradición que nos posee. De ahí que no admita insumisiones. A lo sumo escapadas en falso. Algo de esto venía a decirnos un navarro extraditado injustamente de estas tierras que presumen de tolerancia diez. Mario Gaviria, una de las mentes forales más lucidas y menos aprovechadas por la navarridad recalcitrante y por la moderna izquierda militante, supo diseccionar, como pocos, la fiesta de una manera magistral en su celebre texto El Casco Viejo, espacio de la fiesta y la subversión. Ese texto supo analizar aquellos Sanfermines de los ochenta caracterizados por su carácter iniciático, definidos por la improvisación y el anonimato que nos convertía en actores y protagonistas de la fiesta y donde la gratitud era moneda de cambio. Aquellos Sanfermines eran tremendamente populares en su sentido más marxista y menos folclórico del término, porque la calle, todavía saturada de espacios públicos, era del pueblo, un pueblo todavía, insisto, marxista. Y el poder lo sabía y aceptaba. Aquellos Sanfermines estaban tremendamente politizados. Y con toda la razón del mundo. Porque nunca fueron apolíticos, esa idea es fruto de la contrarreforma posmodernista. Porque la política aún no había sido sustituida por los dogmas económicos. Y es que aquellos Sanfermines nunca trataron de domesticar el desorden, algo que lamentablemente está a punto de ocurrir. Uno ni pretende ni quiere mirar hacia atrás. La nostalgia es la antesala de la hipocondría anestesiante. Menos aún de meterle mano al Santo, so pena de acabar degollado como él. Pero asistimos, a mi parecer, a una verdadera deconstrucción de la fiesta definida por la progresiva globalización, desocialización y economización de la misma. Ello está cambiando, como nunca, el contexto festivo y sus emociones. Y es que en Sanfermines uno siente que ocurren muchas cosas, pero no siente que nada interesante esté a punto de ocurrir, como en el capitalismo de ficción. Justificarnos en la sacrosanta esencia de la fiesta y en su impermeabilidad, blindada por el rito, el culto y la ceremonia, para no decir nada, o para mirar otro lado ante la tremenda permutación de la misma tras el reformateo posmodernista, sería una traición a la memoria festiva, sería transigir, en definitiva, con ese capitalismo de ficción en estos tiempos de agnosis generalizada y de nihilismo conformista. Y es que la progresiva aculturización, globalización y monetarización desvergonzada de los Sanfermines durante los últimos diez años, han cambiado notablemente el texto y el contexto de los mismos. Sé que antes uno tenía resacas y ahora tiene convalecencias, cierto, pero estos Sanfermines del siglo XXI tan comercializados, despolitizados, despopularizados, encorsetados, tecnologizados, sumisos, mediáticos, estandarizados, privatizados y ya disociados de sus actores y protagonistas para ser solo un producto más del hiperindivualismo consumista, no encajan con una ciudad que siempre vivió la fiesta a ras de tierra. Dicen algunos antropólogos que son las sociedades insatisfechas quienes mejor compensan sus insolidaridades y desigualdades con grandes períodos festivos comunitarios. Nuestra historia va en sentido contrario, somos una de las sociedades más satisfechas del planeta y presumimos de tener la mejor fiesta del mundo, por eso consumimos 400.000 litros de alcohol durante nueve días a muerte. Sin embargo algo está cambiando. Quizás lo veamos en directo por la Cuatro. Que San Fermín siga teniendo resacas y no convalecencias.
Posdata: este artículo se escribió en julio de 2008, el día 6 para más santo y seña. ¿Usted nota algo nuevo con el transcurrir de los años? Si es así, hágamelo saber para tomar nota.
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