A las doce y veinte minutos de la noche del 24 de mayo, el todavía consejero Javier Esparza, entró en un profundo coma emocional. Sudaba por las axilas y sentía una extraña sensación de inquietud. A la altura del diafragma notó cómo sonaba una armonía parecida a la marcha fúnebre de Chopin. Su móvil no dejaba de recibir whatsapps y la cabeza estaba a punto de estallarle. De repente, se fundió en negro consigo mismo y sintió que se rompían los renglones del dictado que alguien le había prescrito durante el último mes. Y notó el vacío, y el miedo que sienten los perdedores encumbrados por la euforia perpetua. Quiso reconocer errores, disculparse con alguien que le prestara un hombro cálido, pero la obediencia debida le podía. Se sentía como el novio de la Virgen del Rencor.
En esas estaba, cuando la presidenta de UPN le convocó de urgencia. Eran las tres de la madrugada, la hora de laudes que él tanto recordaba. Las ojeras demacraban su rostro. Y es que la lógica, o la rotación de aquella tierra por él proclamada como profeta, se habían aliado con quienes tantas veces denostó. Cuando llegó a la sede, la ejecutiva congregada en la sala capitular del partido que durante casi un cuarto de siglo se había acostumbrado al ordeno y mando, parecía el Infierno de Dante. En aquella sala se habían vivido momentos excelsos, rotundos, eufóricos. El cava había regado más de una noche sin fin. Pero esa madrugada siniestra marcó un antes y un después en aquella tribu llamada a capítulo de urgencia. Porque el transatlántico Navarrísimo, propiedad de la familia Aizpun y fletado en 1996 por la naviera UPN SL, encalló la noche del 24 de mayo en Puerto Esperanza, un cayo situado a la altura de la desembocadura del Arga, cerca de Funes. Lo anunció la presidenta sin que el músculo de la humildad le alterase lo más mínimo.
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