Rajoy fue detenido en la madrugada del 1 de mayo de 2015. La Policía entró en su casa y se lo llevó esposado mientras sonreía con el rictus de un degollado. La acusación era implacable: desfalco, prevaricación y estafa a gran escala. Horas antes, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, ingresaba en prisión con cara de no haber roto un plato, acusada de tráfico de influencias. Montoro llevaba dos días en la cárcel de Topas tras la huida de Rato, cuya presencia se había detectado en las Islas Caimán. Tres ministros más, acusados de malversación, estaban citados por el juez Ruz para el 3 de mayo.
Mientras tanto, en la sede del PP de Génova reinaba un gran ambiente. Más de cien cargos electos celebraban una convención sobre la regeneración de la política. Con la canción Calle sin luz, de M-Clan a todo volumen, todos degustaban canapés y cava catalán a raudales. En medio de la euforia, la ministra Pastor, arengó a los suyos y dijo: “A menudo es necesario llegar al máximo de agotamiento para ponerse en camino”. Todos corearon su nombre mientras enarbolaban las fotos de los ministros y exministros del PP que dormían en la cárcel. Y todos brindaron por la nueva victoria electoral. Pareciera que aquella gente no buscara el arrepentimiento, solo más tiempo para el banquete.
En la calle, la vida había huido espantada ante este espectáculo bochornoso. La gente sentía, sí, que aquello tenía que reventar para llevarse al infierno más profundo aquella banda de sátrapas depredadores. Pero desconfiaba de una nueva victoria. Porque sus desmanes les parecían tan venerables como la fantasiosa evocación que producían. Y es que aquel reino de España se había mexicanizado a las puertas de unas elecciones que solo buscaban rescatar entre los escombros del tiempo los innumerables cadáveres del PP.
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