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Del derecho, a la limosna



Dicen que la crisis, o el negativo de la crisis, nos ha vuelto más solidarios. Incluso que la crisis ha sido positiva para activar nuestro yo más recóndito. Y que a más crisis, más solidaridad colectiva. Y eso se celebra. Como un triunfo de nuestros yoes militantes y comprometidos a falta de un Estado Social dormido o huido de sí mismo. Verán, yo tengo mis dudas sobre todo este movimiento centrípeto de solidaridades: comedores sociales, huchas, bancos de alimentos, maratones y gincanas solidarias, roperos, etc. Creo que con las mejores intenciones personales se está reforzando un nuevo estado asistencialista y alternativo de protección social amparado en la indulgente caridad privada. Me dirán que no puede ser de otra forma. Porque la administración pública se llama andana y deja a sus súbditos, que no ciudadanos de derechos, al pairo o la bondad del prójimo. No sé si esta es la única salida, pero no creo en esta solidaridad emocional y caritativa. Es más, la veo muy peligrosa. Porque sin quererlo justifica un Estado Social en bancarrota que huye de sus responsabilidades en nombre de la crisis, justifica su despotismo y apuntala su inhibición. No creo en esta solidaridad horizontal a raudales que nos inunda. En esa que “da” pero no “reparte”. Porque la solidaridad entre iguales es pura beneficencia social. Eso sí, muy adornada de buenrrollismo y emoción proactiva. Esa solidaridad no repara. Justifica la generalización de la limosna pero no la redistribución de la riqueza. Por eso creo en la solidaridad vertical: desde los de arriba hacia los de abajo, en las políticas fiscales distributivas que reparten, que igualan a la ciudadanía, que generan cohesión. El resto es pura solidaridad emocional. Atractiva, amable, respetable. Y poco más.

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