Les presento a Oumar Ndiaye. Marinero mauritano de aguas de altura. Llegó a España hace catorce años. Huyó de un país en el que parece que todo se acabó hace tiempo. Vino aquí en busca de la sal de la tierra. Su credo es el combate por la vida. Ha trabajado, ha sido explotado y soportado muchos lunes al sol. Ha sido visible e invisible. Solo aspira a ser un ciudadano, negro, pero ciudadano.
Habla un castellano intenso capaz de enloquecer a los charlatanes. Su cabeza es un cóctel de poesía y su relato vital es una parábola que te pone contra las cuerdas. Solo puedes rendirte a la evidencia. Habla y estallan las nubes. Y sientes vergüenza ajena. Porque te habla un alma ulcerada por la desdicha. Oumar ha cumplido la tarea. Ha hecho lo que se espera de él. Cumplir con la ley para ser alguien en este país de racismos low cost, hablar como los ángeles, respetar los mandamientos y ganarse la vida con un trabajo, de mierda pero trabajo. Pero su vida es un bucle envenenado en el que alguien ha introducido una muesca capaz de fragmentar el universo. Así que Oumar ha convertido la miseria en su sustento. Desde que llegó no ha cedido en su empeño por ser un ciudadano español. Y lo puede probar con su palabra, esa que ninguna autoridad, social, política o laboral, escucha. Trabajó en el campo navarro. Sufrió, lo dice él, como un negro durante años. Trabajó de autónomo, por cuenta ajena y como esclavo de almas desalmadas. Tuvo “papeles” y los perdió de la mano de una burocracia enfermiza que se ha enrocado ferozmente sobre su vida. Pasa el día recogiendo colillas con las que destensar su desazón. Ha solicitado la Renta de Inclusión Social, lo que normalizaría su vida, pero se la niegan. Por ilegal y porque no puede probar que lleva catorce años creyendo en este país
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