Aquellos soldados, curtidos en la cadena de montaje postfordista, acudieron a una cita con el futuro a sabiendas de que aquella reunión podía ser su última batalla. Habían sido citados en Bilbao por una banda de tiburones con tres hileras de dientes encadenados a una cuenta corriente saturada de beneficios. Pertenecían a una multinacional francesa experta en artes capitalistas de última generación: hacer negocios a cualquier precio aunque corriera la sangre. A la reunión acudió también una consejera en calidad de oyente sin margen de maniobra, a no ser la del despiste.
La multinacional Faurecia, galardonada en Francia con el premio al “mejor empleador” y cuya facturación en 2014 fue de 18.300 millones de euros, un 4,4% más que el año anterior, había anunciado la inviabilidad del negocio y el despido de casi 200 trabajadores de su planta de Burlada.
Los obreros no compartían ese diagnóstico necrosado, máxime cuando aseguraban la alta rentabilidad de la empresa navarra. Por eso fueron a Bilbao, para demostrar que la fábrica, donde se dejaban la piel, seguía teniendo futuro, aunque fuera negro.
Pero el capital no entiende otras razones que no sean las de la especulación, la usura y la acumulación sin límites. Aquella banda de consejeros sin alma, aconsejados por el despacho de Garrigues Walker, un neoliberal de Sotogrande que escribe obras de teatro con doble fondo moral sobre la crisis, les dijo a los sindicalistas que ya no había mercados, sino oportunidades de negocio. Y ellos ya no eran rentables. El negocio, dijeron, está en Polonia, donde la mano de obra está de saldo, es sumisa y además subvencionada. Con eso sancionaban que el capitalismo actual funciona con la lógica de apartheid, donde unos pocos tienen derecho a todo y la mayoría son excluidos. ¡Solidaridad con Faurecia!
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