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Poder


En aquel viejo  reino había sacerdotes que, mientras  con una mano daban la absolución con suma elegancia, con la otra  eran  capaces de envenenar a sus confesados. Y había teólogos laicos que comían caliente gracias al pecado que trataban de censurar. Había jueces y magistrados de toga  negra entre cuyos pliegues  escondían una navaja toledana y una vara de medir de doble rasero. Había también comerciantes y especuladores que habían hecho fortuna en despachos  presididos por la imagen del Corazón de Jesús. Había políticos analfabetos que lucían una hilera de dientes plateados dispuestos a dar una dentellada en el cuello de sus enemigos. Y había también constructores  enriquecidos revendiendo solares y arreando golpes bajos  a la Bolsa. Había periodistas y profetas que se excitaban anunciando nuevas desgracias y policías que hacían redadas en los bajos de las bibliotecas y museos de la ciudad. Había talibanes disfrazados de harecrismas y  también enseñantes, gentes de la cultura oficial  y doctores afiliados a la Legión de María, una secta en la que sus leguleyos  siguen el régimen del limón con yogurt y no fuman, pero se lavan la boca sin quitarse la navaja que lucen entre sus dientes. Ejercen una santidad conmovedora. Piensan más en la resurrección del alma que en la justicia social. Y todo sin inquietarse.

Así eran las cosas en este reino foral que había perdido el sentido del deber y del poder. Y es que esos marchantes, habían retorcido las enseñanzas de Maquiavelo hasta el punto que, en el fondo de sus braguetas, el poder enquistado  superaba con creces todos los votos que los electores, confiadamente, habían depositado en las instituciones. Manejaban el poder a su imagen y semejanza, como dios cuando se puso manos a la obra. Tanto que   la moral se había  refugiado en los bancos y las comisarías. Todo parecía indicar que las cosas iban a seguir igual por los siglos de los siglos. No obstante un oráculo griego anunció a un mensajero: Cuando este tiempo se transforme y lleguen otros profetas, podrás confiar de nuevo en cambiar el rumbo del mundo.



Este artículo se publicó en octubre de 2003 en Diario de Noticias de Navarra. En él la casta navarra de entonces campeaba  a sus anchas en un reyno envejecido y sableado por la abundancia  de unas rentas vitalicias y donde enriquecerse era cuestión de mover una palanca que desplazaba el eje del mundo hacia el bolsillo de no más de noventa familias navarras con mucho poder y no menos ganas de perpetuarse más allá de la fecha de caducidad del reino de  los cielos. 
Hoy,  el Opus, una de las organizaciones más sibilinas de esta tierra, está a punto de inaugurar un museo, su museo de de la mano de un rey que insiste en merecerse una corona autoimpuesta. Esto forma parte del botín de guerra de dicha organización, pero nadie quiere verlo así salvo los expoliados. La CAN, la vieja caja de ahorros de todos los navarros, acabó en el mayor desfalco de la historia económica de Navarra llevada a la quiebra de la mano de matarifes a golpe de talón y dietas que esta semana pasarán por una comisión a fin de determinar su culpabilidad ya ampliamente reconocida. Barcina, la representación de una casta de mandarines del poder de UPN, ha manejado el poder a su imagen y semejanza. Y mientras su cuerpo, desgastado de tanta subida y bajada del tobogán de la prevaricación,  ha aguantado, ha ejercido el poder más cínico de la historia de Navarra desde los tiempos del Conde de Lerín. 
Como ven, pasa el tiempo, pero en esta tierra, imagino que como en otras, pero pareciera que se ha detenido en una línea infinita enamorada de los ladrones de tiempo. Y es que si ahora detuviéramos el mundo entraríamos en calma chicha. 


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