La
verdad, no la mía , ni la suya; sino la
certidumbre contrastada y evidente, ha
dejado de interesar. No tiene valor. Y es que hubo un tiempo en el que, más
allá de su peso ético, la verdad pretendía ser el rasero por el que se medían
las relaciones, los negocios, la justicia, la política o los pactos entre iguales. Ahora cuesta
decir la verdad, ir con la verdad por delante. O si no, que se lo pregunten a
Aznar. Porque la verdad es el resultado de un trabajo duro, lento y costoso de
definir. La verdad está instalada en un territorio de aristas y asperezas por
el que resulta difícil caminar siempre erguido. La mentira en cambio, permite
la posibilidad de fingir o de estafar. Deslizarse por un laberinto de múltiples
dudas que nos encaraman sobre las certezas.
Porque en definitiva se trata de estar vivos y hacernos los muertos o
estar muertos para revivir en el
cualquier momento. Mentir está en el guión vital de la existencia. Siempre lo
ha estado. Pero ahora más. Porque permite desdoblarnos y disfrazarnos, simular
otros deseos y poner en marcha las agendas ocultas que cada día rellenamos y
nunca mostramos. Además, la mentira es una profanación de lo auténtico y ello
genera una energía atronadora. Por eso la mentira se ha convertido en una forma
de gobierno. La mentira y su revalorización
genera negocios, puestos de trabajo, poder, estrategias, dinámicas
y movimientos de energía en una
dirección. La dirección fingida. Ahora se trata de convertir las mentiras en
verdades incuestionables. Y eso es una prueba de máxima creación. Buscar la
verdad nos convierte en sufridores permanentes, en arqueros tensados por el
riesgo de un combate que conduce a la nada. Sin embargo, instalarse en la
mentira garantiza el blindaje contra la adversidad, ganarse la amistad del vecindario y el
beneplácito del jefe.
Me
infiltraron la verdad con calzador, como prueba
de máximo valor, como ingrediente saludable para mi dieta personal
e intelectual. Pero miro a mi alrededor
y observo que la mentira es la salvaguardia y el deleite de muchos personajes
y, más aún, de no pocas instituciones y entidades. Dudo que Quevedo hoy se
atreviera a recitar aquello de “ Pues
amarga la verdad quiero echarla por la boca” . Y es que relatar la verdad es
exponerse al pasto del conocimiento y burla
general. Quizá por eso, muchos prefieran armarse con falsedades bien
argumentadas y seguir siendo reconocidos que
no señalados como santos
bobalicones.
Este artículo se publicó en Diario de Noticias de Navarra en abril de 2004. Han pasado más de diez años, pero la mentira ha engordado hasta límites insospechados, inundando parlamentos, juzgados, sedes policiales, congresos y hasta las reuniones de vecinos. La mentira forma parte de esta sociedad española de ostentosa bastardía. Y es que pareciera que como el chacal, se orienta -algunos más que otros- solo oliendo el rastro de la carroña.
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