Aquel barrio se había convertido, por obra y gracia del fino olfato de algunos hosteleros y una reglamentación muy flácida, en el abrevadero nocturno de la ciudad. De eso algunos estaban contentos y hasta presumían de ello. Incluso pensaban que contribuía a revitalizar un barrio cuyo índice de sociabilidad era directamente proporcional a la tasa de alcoholemia. Sin embargo, la vecindad estaba harta de vomitonas, escraches etílicos y una berrea nocturna que secuestraba sus sueños de jueves al domingo. Todo en nombre de un ocio y un negocio a proteger, el del beborcio, que primaba sobre derechos ciudadanos que a muchos se la traían al pairo. Y es que aquel barrio, donde día sí día también cerraba una tienda de toda la vida, se había convertido en un parque temático abonado al juevintxo y al cubata. Aquí reinaba la intocable libertad posmoderna que permitía a uno pasarse cuarenta pueblos sin más pena que la batida de palmas colectiva. Aquel barrio estaba abonado a la resaca perpetua. Nadie ponía en duda los usos y abusos de aquel ocio nocturno de alta graduación y menos aquel negocio hostelero llamado a colonizar la esquina más rentable.
Pero de un tiempo a esta parte, algunos vecinos alzaron la voz. Y llamaron la atención de un ayuntamiento habituado a mirar para otro lado. Pero lejos de lanzar una OPA contra la hostelería más agresiva -que había reducido el casco viejo a una ruta bachata muy cutre- ideó una campaña de concienciación ciudadana. Y se gastó 50.000 euros para cambiar las actitudes nocturnas del personal cuando va pasado de raya. Uno duda de la eficacia de esto. Porque el mismo día que se inauguró la campaña, se abrió la mano para que los bares cerrarán mucho más tarde. Es Navidad, pero para los vecinos son sanfermines perpetuos.
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