Aquel 5 de mayo de 1879 el sol calentaba la sesera de los obreros que trabajaban al lado de la madrileña Casa Cambra. Tres días antes, Pablo Iglesias había fundado allí el PSOE y estaba eufórico. El gallego, como le conocían, tenía 29 años y unas enormes ganas de cambiar el mundo. Lo primero que hizo ese día fue llamar a dos afiliadas que pretendían liderar el socialismo navarro. María Chivite y Amanda Acedo se pusieron nerviosas ante la llamada del Secretario. Viajaron a Madrid. El Secretario, curtido en la militancia más austera, quería verificar el cambio que pretendía el socialismo navarro tras la mala prensa y peores cosechas de los últimos años. Iglesias se extrañó ante la delicada elegancia de Chivite, a quien tanteó su conocimiento sobre las luchas recientes dentro de la Primera Internacional entre los partidarios de Bakunin y los de Marx, por los que él había tomado partido. Chivite no supo responder ante la extrañeza del líder socialista. En ese instante, Amanda Acedo entró en el despacho. Iglesias se fijó en su sobriedad y le preguntó qué opinaba sobre su artículo La Guerra, firmado el 5 de diciembre de 1870 en La Solidaridad. Amanda tampoco supo contestar. Iglesias, empeñado en validar la idoneidad revolucionaria de ambas candidatas, les preguntó entonces sobre Engels, con quien él se carteaba a menudo. Ambas desconocían al personaje. Azoradas, las dos se excusaron. Presidente, le dijeron, en Navarra nuestro partido lleva años colaborando con los conservadores en nombre de la estabilidad del viejo reino. Iglesias, enfadado, respondió: compañeras, ustedes se declaran socialistas pero quien se arrodilla ante el hecho consumado es incapaz de cambiar el porvenir.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
Comentarios
Publicar un comentario