El escritor y dramaturgo sueco August Strindberg (Estocolmo 1849-1912) soltó en cierta ocasión una frase lapidaria de esas que podrían figurar en la escala más grave de los fogonazos de la lucidez. Una frase que hoy podría representar el epitafio de la degradación moral y política del reino de España y su clase gobernante. Dijo que " la sociedad es un manicomio cuyos guardianes son los funcionarios de la política".
Uno asiste, entre desangrado y enloquecido por la leucemia social que padecemos, al matadero que dirige el PP en nombre del sacrificio austericida. Uno ve, o ya no ve, porque hay muchas sombras que hielan la sangre, la inmolación diaria de gentes arrojadas a la desesperación. El gobierno del PP santifica cada decisión contaminada por la mentira, la degradación y la ignominia. Uno ya apenas se inmuta, no por falta de ganas, sino porque nos han traicionado los ángeles de la sensatez. Esos que quizás un día vuelvan con las espadas afiladas para vengar el pavor del momento presente. Y es que la lengua del rajoyato está infectada de cianuro y pareciera que todo ello sirve para transformar los problemas sociales en patologías personales desesperadas.
Nada parece tener limite, nada parece poner contra las cuerdas a tanto trilero de guante blanco y tarjeta negra en este reino de que florece entre las ruinas de la corrupción. Pareciera que nada seduce tanto al PP y sus casta de funcionarios del infierno que la obsesión por la codicia blindada y protegida por la ley del silencio. Pareciera que el PP y su gobierno ya no reniegan de sus máscaras, al contrario, venden sus vergüenzas en el mercado de las utopías negras. Así hemos llegado al paroxismo de la insensibilidad. Acostumbrados ya a una vida plácidamente insoportable. España es una ciénaga perversa infectada de políticos que han convertido nuestro escepticismo en su sustento diario. Porque en este gran estercolero sembrado de corruptos, la pesadilla es la única forma de lucidez. La casta gobernante, los banqueros de la avaricia sin límites, los grandes popes de la economía de acoso y derribo, ya no son ni siquiera víctimas del rigor de su cinismo. Porque si una banda de demonios probaran el amargor de su codicia, enloquecerían de tristeza.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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