San Fermín, San
Fermín. Como cada año, la ciudad se reinventa en la mismidad retórica de una
fiesta sin igual. Como cada año, la ciudad que se arroja por la letrina del
exceso. Ciudad de aguafuertes y
amoniacos, de contradicciones y de arriesgadas apuestas. San
Fermín, el santo catártico. Sé que cuestionar al santo o
este modelo de fiesta, es jugársela a
una carta, solicitar pasaporte de expatriado. Por mal pamplonés. Creo que esta ciudad, embargada por la fiesta
global, -y por una política municipal absolutamente ignorante- ha vendido muy barata su imagen
internacional a costa de encarecer su degradación. Porque aquí se trata de consumir, y
presumir por ello, unos cinco millones de litros de alcohol – y
extras no nombrables- en 204 horas para subsanar todo un año de encabronamiento y sujeción. De
eso hemos hecho un arte y podemos hacer hasta
una exposición universal. Y ese cosmopolitismo, alegato de la exaltación
planetaria de la amistad y jaleado por
pamplonautas de pedigrí incuestionable,
trae consecuencias que nadie quiere medir. Eso sin contar que nos
importa una mierda la sostenibilidad de la ciudad en esos días, a nosotros,
ciudadanos ecológicos donde los haya. Pues de eso también vamos sobraos
y presumimos. Quizás por ello sus gentes
responden alistándose a la diáspora sanferminera. Pero hay más. Hay
más violencias que las que padece la ciudad.
En San Fermín, la
violencia contra las mujeres, en todos sus tamaños, formas y formatos, está a la orden del día. Visible,
invisible y hasta mediática. Alentada o estimulada por una socialización de la fiesta que no
admite cuestionamiento -porque atenta contra la identidad pamplonauta- la violencia de género es un grave problema
sanferminero que cuesta nombrar. O se nombra pero se soporta porque todo es
soportable, cuando no justificable en nombre del todo vale. Pamplona se convierte en un territorio de
riesgo para no pocas mujeres. Quizá como cualquier barriada latinoamericana.
Solo que aquí esos días miramos para
otro lado. O no miramos. porque permitimos todo y pasamos de todo en el nombre del santo. Porque la fiesta exime
comportamientos, disimula identidades y exonera
agresiones directas e indirectas en nombre de la tradición, el buen
rollo o la complicidad del éxtasis por decreto.
La violencia
contra las mujeres en San Fermín es subliminal, pero también directa. Se va de
guay en un ambiente blindado por el exceso y se acaba demostrando lo peor que
se lleva dentro. Por ejemplo, mientras muchas mujeres
solo quieren divertirse, y nada más, porque están en su derecho y uso de su libertad de
mostrarse como les venga en gana,
siempre hay algún machoman se cree que se puede pasar de la raya
que lleva puesta. La violencia contra
las mujeres es una lacra social de
nuestras sociedades. En fiestas -y más en estas- esa tacha se diluye amparada en la multitud, en
la socialización de comportamientos inadmisibles blindados por las distancias cortas o el buenrollismo
social del san Fermín que todo lo ve pero no se entera. Y parece que todo lo perdona, añado
yo.
Este año el
ayuntamiento de Pamplona, a través del Plan de Igualdad de Oportunidades, se ha
puesto las pilas con el tema. Y nos animan a estar atentos a esta violencia sin
convertirnos en aguafiestas. Eso quiere decir que sin cortarnos el rollo, les
cortemos el rollo a los que van de buen rollo pasado de rollo contra las
mujeres. A ver si se nota.
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