Calle Estafeta, foto: Leo Ferrer
Teodora vive en
la calle san Nicolás de Pamplona, donde nació hace 75 años. Me cuenta que desde
hace años no duerme bien. Y no porque tenga insomnio, habitual a esa edad, no.
En su calle de toda la vida, en tiempos de txikiteo
popular y hoy convertida en la milla de oro del pintxo-pote global,
funcionan diez bares nocturnos que operan de jueves a domingo. Bares castas,
pamplonautas y ejemplares de día,
pero discotecas tuneadas de noche
que escupen decibelios contaminados de ruido. Esos días, a partir de las doce
de la noche, Teodora y sus vecinos ya no duermen. Soportan una calle atestada
de gente que disfruta a muerte de un ocio nocturno sin compasión por la
vecindad. Pero a Teodora, esa alegría desmedida no le redime su angustia.
Y es que el casco
viejo pamplonés padece una sangría comercial sin precedentes pero una euforia
hostelera sin confines Nadie sabe a qué responde esta política de colonización
bar-tabernaria y deslocalización comercial. Teodora y los vecinos de otras calles,
aguantan una saturación acústica nocturna que destroza sus vidas y sus noches.
Esta vecindad militante, que apuesta por vivir aquí, siente que este ya no
es lugar para vivir. No al precio de
perder los nervios y la salud. Dice esa vecindad que le cuesta hacer oposición
ante ese ruido invasor. Y lo padecen en silencio sin transformarlo en la fundada protesta que se merece. Sienten
que nombrar este problema –el suyo- les convierte en vecinos incómodos e insensibles al
buenrollismo, al ambientismo de barrio y su necesaria revitalización.
Dicen que esta es la hipoteca vitalicia que impone un modelo de barrio
escupidera de la ciudad que ya no se reconoce en el espejo brillante de su historia.
Nota al margen: Cuesta identificar lo que una gran parte de la vecindad de los cascos antiguos padece. Nombrar ciertas cuestiones afecta al sistema inmonológico social. El ruido pareciera ser una condena a perpetuidad ambiental para ciertas vecindades o cosa de países aburridos del norte. Sin embargo es causa de no pocas histerias, personales y colectivas. Solo en el casco viejo pamplonés, en las principales calles de "ambiente nocturno", viven 890 personas de más de 70 años que lo padecen sin compasión, en silencio, es gente sin capacidad de repulsa. Otros han optado por irse. Me pregunto por los usos de este casco viejo viejo, en tiempos de lucha, ocio y resistencia y hoy, creo, vendido a un sector, el de la hostelería, que campa por sus fueros, sin piedad por una vecindad que soporta las inclemencias del barrio escupidera de la ciudad http://www.noticiasdenavarra.com/2014/06/02/opinion/columnistas/a-pie-de-obra/dormir-para-contarla . |
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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